CUENTOS DEL CAÑAVERAL
María Gabriela De Boeck
ÍNDICE
LA MUERTE ENTRE LAS CAÑAS Pág. 3
EL EMBRUJO Pág. 7
LA PRINCESA DE LOS SURCOS Pág. 14
MIEL DE CAÑA Pág. 22
LA OFRENDA Pág. 27
LA MULÁNIMA Pág. 35
LA CALESITA Pág. 43
EL CASAMIENTO Pág. 50
VIEJO PIERNAS LARGAS Pág. 57
LA MUERTE ENTRE LAS CAÑAS
A Jesús María Jiménez la Muerte lo anduvo buscando desde que tenía dos meses en el vientre de la Clarita. O quizá desde el momento en que fue concebido. Estaba tan acostumbrada al amor sin consentimiento y sin ganas, que aquella vez los minutos le pasaron más rápido, entretenida en mirar una vinchuca inmóvil en la pared de adobe. ¿De dónde venían esos bichos asquerosos, que habían matado a su abuela? Ella más que nadie recibía con buena voluntad a la gente de la Comuna que iba a fumigar cada tanto; odiaba las vinchucas y la obsesión por tener la casa en orden y limpia todo el tiempo, le daba la seguridad de que no estarían cómodas ahí y se marcharían a otra parte con su desgracia. No quería parecer nunca más una tonta, de pie al lado de la cama, muda, mirando cómo otro sufría mientras a ella sólo le caían las lágrimas en los dedos inútiles enredados en las manos, como en una maraña de impotencia, sin poder ayudar, mientras la viejita se le quedaba morada y sin aire. Tenía trece años, no era chica pero no pudo hacer nada. Y porque ya no era chica, quizá por buena voluntad - o por castigo-, los vecinos comedidos se pusieron de acuerdo en que ya que había quedado sola, debería casarse con el viudo Jiménez para no estar desprotegida, y de paso le ayudaba a criar los cuatro hijos, unos negritos con ojos achinados y brillosos y los dientes blancos y perfectos, del mismo pelo lacio, oscuro, como cortado a navaja que tenía el padre. Los de ella, en cambio, habían salido más claritos y crespos. Bien se desocupara del hombre, mataría al bicho y se pondría a dar vuelta la casa para ver si habían hecho nido.
A dos meses de lo de la vinchuca, Clarita comenzó a sentir asco y a escupir. Era un domingo a la tarde y, mate en mano, Jiménez, que ya la conocía y sabía que cada una de las cuatro veces que su mujer había quedado de compras empezaba a escupir, la observaba mientras ella barría el ancho patio de tierra, amontonando las hojas de las moreras con una escoba de afata, dejando tras de sí la huella de su saliva como quien traza un camino seguro. El mate era dulce al comienzo y luego se le hacía amargo en la boca, si parecía que le hubieran puesto un yuyo raro en la yerba. Ya no lo reponía del cansancio como antes, de vuelta del cañaveral, en que bajaban entre los hijos mayores y la Clara treinta o cuarenta surcos por día, sólo con la macheta y sus ganas. Habían hecho buena plata, no tenían lujos pero tampoco pasaban necesidades. Ahora era marzo y en mayo o junio comenzaba la cosecha y justo venía ella a quedarse panzona. ¿Para qué un hijo más? Ya con los cinco mayores tenía su propia cuadrilla y este año hasta el de diez comenzaría a ayudar. No, no quería otro hijo. Estaba cansado. Y encima el mate estaba amargo. Ese domingo probó con el vino, que alguna vez le había almibarado el alma. Tomó tanto y tanto que despertó todos los recuerdos dormidos de sus años de chango en los surcos, cuando después del mate cocido con un pedazo de tortilla al rescoldo, a las cuatro de la mañana, su padre lo llevaba al cañaveral, y él iba tiritando de frío porque caía la helada y sólo quería que el tiempo pasara pronto para no tener que pelar y machetear las cañas verdes que le lonjeaban las manos. No quería levantarse, estaba caliente la cama, -un ratito más papá, déjeme y entonces el padre empezaba con el cinto y le pegaba y le pegaba y le pegaba... y la cama se ponía fría de golpe.
Jiménez dijo a todos que nunca recordó qué pasó esa tarde de domingo pero la Clarita estuvo internada dos semanas en la ciudad. Los médicos se empeñaron: la paciente tenía una familia numerosa y además estaba embarazada. Parece que la Muerte no lo vio a Jesús Jiménez, oculto como estaba en la panza-escondite y quiso entretenerse con la madre. En los días de hospital tuvo mucho tiempo sola para pensar y comenzó a desear una hija, una mujer, quizá así el marido la perdonara de ir al surco, una hija para que se quedara con ella y la ayudara y de grande hasta quizás pudiera estudiar, una hija para refugiarse de tantos hombres... Si vivía, le pondría María, por la Virgen.
Y no tan sólo se recuperó ella sino que también el hijo sobrevivió al reniego y a partir de allí se llamó María, para su madre y para todos. De vuelta del surco, rápido atendía a la familia, ponía a remojar la ropa ennegrecida y percudida por las cañas quemadas, y con las manos aún ardiéndole por tantos surcos volteados, se sentaba a tejer un mal crochet con lo que recordaba que su abuela le había enseñado. Como María nacería en enero necesitaba vestiditos bien aireados, de baretas de hilo. Y luego quedaba por hacer toda la ropita de invierno, pero eso era más rápido porque tenía lana de buzos suyos para desarmar y con dos agujas pronto haría los tapados y los pantalones. Tenía pensado, además, que después de todo, estarían en la casa calentitas las dos para la próxima zafra y quizás ya no haría falta tanto abrigo a la par del brasero.
Una bochornosa noche de enero Jesús María vino al mundo sin demasiadas estridencias. La comadrona que la ayudó le revisó varias veces el sexo a la criatura para confirmar la mala noticia que le daría a la Clarita: había nacido chango. Pero el deseo de una hija era tan grande que la madre lo llamó como había decidido y el padre, inexplicablemente, le dio el gusto pero con la condición de ponerle antes un nombre de varón. No hubo mucho que pensar y pronto Jesús María vestía ya sus vestiditos con baretitas color durazno, en los que la madre había ido aprendiendo a tejer las hebras de sus sueños:
- Claro que le voy a poner esta ropita, para eso se la he hecho. ¿Me entiende?- y lo dijo con una mirada de tigre que jamás Jiménez había visto en una mujer. No le iba a discutir: aparte ya la policía le había advertido que nunca más podría desconocer a su esposa o se lo llevarían para no volver. Él era duro pero mejor no arriesgar.
Y así fue que el niño comenzó a vestir ropa de nena, con la tácita complicidad de todos.
En lo que no cedió Jiménez fue en perdonar a la Clarita de ir al surco. Bien sabía ella que con la plata que hacían, podían vivir todo el año y hasta tener para comprar esas tonteras que quería ahora para el hijo. Y así sucedió que Jesús María Jiménez fue acunado también, como sus hermanos, por la áspera malhoja, que lo cobijaría mientras los padres pelaban, cortaban y cargaban la caña en los carros. Así se habían criado uno tras otro los Jiménez. Y eran sanitos y fuertes. La caña los bendecía cuando la madre armaba con las hojas y unos trapos una cuna en el suelo y ponía al bebé allí, bien abrigadito y calzado y a medida que iban avanzando en los surcos, trasladaban a los dos -niño y cuna - para tenerlos siempre a la vista, no fuera que el chiquito se moviera mucho o tuviera hambre. Los hermanitos, de rato en rato, iban a verlo y cuidaban que estuviera tapado y tranquilo. La Clarita descansaba cada tanto de la macheta y se sentaba en el aporque para amamantarlo: no quería quejarse de estar donde no quería, la leche le saldría renegosa y enfermaría a la criatura. Cerraba los ojos y en la vida líquida que su hijo le chupaba con ansias, le transmitía sueños e imágenes de otros paisajes. Quizá por eso fue, porque los dos estaban con el alma en otra parte, que la Muerte andaba cerca y no les escuchó latir los corazones. Las ratas, los zorros y alguna víbora mamona husmeaban entre las cañas; siempre había algo para entretenerse en el cañaveral.
Y para darle la razón al padre, Jesús María se crió entre las cañas y se hizo niño, y hombrecito. A los tres años, la Clarita lo llevaba en un cajón de manzanas junto a muñequitas de trapo que ella misma le hacía pero pronto, y con toda naturalidad, el chico se fue inclinando por las cosas de varones: no bien se descuidaba la madre lo veía jugar con tierra, con palitos, con bichos. Ya a los cinco comenzó a negarse a los vestiditos tejidos y entre berrinches y cómo podía, se ponía la ropa de los hermanos más chicos, para enojo de la Clarita. Como pudo, se le impuso y ya a los diez, ella tuvo que resignarse a que quizá nunca tendría una hija. Lo que jamás hizo fue cortarle el pelo como changuito; ella misma se encargaba de trenzárselo o recogérselo para que no le molestara. Nadie se reía de eso y los chicos de otras casas estaban enseñados para no burlarse: las promesas a la Virgen eran sagradas y todos sabían lo que la Clarita le debía por la vida de Jesús María.
A los quince años, renegó del padre, de la insensible maloja y de la vida en el surco y se fue a otra cosecha. Muchas cosas le pasaron en la vida y siempre la Muerte anduvo tras él, pero por algo no terminaba de hallarlo. Cada tanto la Clarita, a la que la viudez la había liberado del hombre y del cañaveral, contaba orgullosa que su hijo vivía en otra provincia, que era un empresario de buen pasar, que la llevaría con él en cualquier momento. Algunas veces iba a visitarlo por semanas y volvía con los ojos brillantes y la seguridad de que ya no debía nunca más masticar la tajada agridulce de su suerte entre las cañas.
Lo último que se supo de Jesús María fue cuando ella murió y vino a despedirse a la hora final en una camioneta que parecía una nave. Después que la enterraron a la Clarita, parece que la Muerte quería llevárselo a él también. Tanto alcohol había tomado que si no hubiera sido que las luces de la integral que iba pasando por los surcos eran bien potentes, el chofer no habría visto una chica con un vestido rojo, dormida en medio de las hojas de las cañas, y no habría clavado los frenos de la máquina. Al acercarse a mirar, una botella de whisky cerca de la mano y el rostro del hombre disfrazado, le revelaron el tamaño de su pena.
EL EMBRUJO
Dicen que el cañaveral embruja si se lo mira mucho; que una vez que ha entrado en el cuerpo es imposible escapar de él porque amarra con sus largos brazos de hojas verdes y no suelta, hasta que los ojos del alma no perciben nada más que el sabor agridulce de la caña. Debe ser así porque de chico me pasaba horas eternas mirándolo, sentado en el patio de tierra apisonada, en una sillita de madera y cuero de vaca, frente a una mesa donde a la siesta mi madre me ponía a hacer los deberes de la escuela. Yo tomaba el lápiz y mi mano, aún dura, se resistía a trazar inútiles palitos y bolitas sobre el cuaderno sucio y maltratado por el descuido; entonces, en medio de la llanura del aburrimiento que me devoraba, se cruzaba un zorro o un quirquincho que se metían en las cañas y a mí me crecían alas para seguirlos por ese verde laberinto, donde grandes y chicos pelaban sus sueños en la cosecha. Los bichos y yo éramos uno, esquivando en la carrera brazos y machetazos, llamas que iban comiéndose la malhoja, maldiciones a la poca suerte y risas de resignada alegría de los peones del surco. Pero mamá no quería ese vuelo para mí y apenas advertía que el blanco sucio de las hojas de mis tareas seguía inmaculado, me bajaba de las imaginarias alturas como a un pichón ondeado, tirándome de las patillas:
-¡La hoja, Darío, mirá la hoja! ¡Escribí! No seas bruto hijito. Estudiá. Quiero que salgás de aquí, quiero que seas un hombre de libros. La escuela, la escuela... es ahí donde tenés que mirar.
Y mucho debo haberme escapado para el cañaveral porque las palabras de mi madre, que a los seis años no entendía, me fueron abriendo los surcos de las ganas y un buen día le dije que quería irme a la ciudad para estudiar y ser maestro. Ella debe tener la culpa de que terminé siendo escritor: a fuerza de enlazarme con sus retos, dejé de planear por el cañaveral y me arraigué como un hombre culto de ciudad, que viste trajes, presume de escribir y desovilla vidas ajenas en charlas de café. Pero de vez en cuando la sangre dulce me llama, como en esta noche, cuando al ritmo apurado de los vasos se atropellan los recuerdos y necesito contármelos.
La llamaban "La Porteña", aunque ella era tucumana desde el largo pelo lacio y oscuro hasta el castaño de los ojos orientales. Más que porteña, que lo era sólo por el acento ganado en un desarraigo de veinte años, me la imagino como a Cleopatra: no tanto hermosa como terrible. Una mañana de junio volvió al pueblo a recoger algo de lo que había sido; malos amores le habían trizado el velo de provinciana ingenuidad con el que se cubría y regresaba ahora a la tierra generosa de su niñez. Se volvió una leyenda por muchos años que ese día viernes, en el inicio de la zafra, nadie podía explicar el desquicio del termómetro: con cinco grados a la mañana, la temperatura había ido trepando hasta traer el cálido olor de la primavera en menos de doce horas; el perfume de azares y lapachos se había arrebatado y por primera vez se mezclaba con las cañas aún verdes. Pero el desconcierto de la gente se diluía con el entusiasmo por la fiesta de esa noche: el dios-cañaveral se llevaba voluntariamente sus vidas; en definitiva, le pertenecían: a él le debían el pan, el abrigo, el trabajo. Todo. Había que celebrar. Y mejor si en pleno frío, hacía calor. Quizás hasta era un regalo del providencial cielo.
Y así como el aire se había calentado hasta enternecerse, la tierra, seca de natural, de pronto se volvió húmeda y tibia, como si se hubiese preñado. Bajo la luz de una luna que parecía encantada de tan blanca y poderosa, en las moreras y las cañas bambú, que ya no tenían hojas, comenzaron a reventar unos brotes brillosos de verde nuevo. Los caballos en los corrales se enloquecieron con el viento que se enredaba entre las ramas asombradas de los árboles, recién estallados en inesperada savia, y galopaban en un atropello de círculos, apresurados por arrimarse. En todas partes, se mezclaban los compases de la música acompañando los preparativos del baile y los ladridos anhelantes de los perros en celo. La naturaleza, a veces, también hace sus actos de magia. Pero en un día como ése, en que la promesa de una noche feliz se adueñaba de todos los diálogos, más que deslumbrarse con ella, había que gozarla.
Mamá era casi analfabeta, pero con su sexto grado y con la viveza de los chicos de campo más que se defendía. Cuando ella tenía diez años, mi abuelo llevó a toda la familia a otras cosechas y después de las manzanas y las uvas, terminó en un suburbio. No es que prefiriera eso, pero decía que estar bien lejos era la única manera, si no de curar, por lo menos de escapar del daño de esa tierra. Nadie como él amaba el cañaveral pero siempre repetía que era como el amor de las malas mujeres, que mienten el cielo por un rato pero después hacen llorar. Debe haberse decidido a abandonarlo cuando casi se le muere un hijo, apenas de meses, dormido en su cajoncito de frutas, mientras toda la familia volteaba surcos. Sin avisarles, un comedido prendió fuego a las cañas y las llamas avanzaron como un demonio enfurecido de mil brazos; un perro fiel alertó de la incipiente desgracia y llegaron a tiempo para rescatar al bebé.
Yo nací ahí; de mi madre sé lo que vi y dudo de lo que escuché; de mi padre, lo que imagino. Tenía prohibido hablar de él pero algo averigüé y ahora sé que estuvo conmigo por un tiempo. En mis recuerdos de infancia se pintan con nitidez algunas escenas, como cuando desandaba a caballo, bien arropado, los cuatro kilómetros de tierra suelta hasta la escuela y me costaba dominar la bestia que se asustaba por los fuegos encendidos por los golondrinas al costado de los surcos, procurando calentarse la ilusión en las oscuras mañanas de invierno. Creo que fue mi padre el señor que me regaló el petiso, a la vez que me advertía:
-Aprenda a valerse por usted solito y se hará hombre, m'hijo.
Debe ser el mismo que me viene a la memoria cuando veo, por única vez, a mi madre llorando. Jamás olvidé aquella imagen porque ella parece haberse secado después de ese día: nunca más lloró. No entendí bien en aquel entonces lo que pasó pero recuerdo que iba y venía por el rancho, enloquecida, juntando y embolsando cosas, mientras se desgarraba gritándole a ese hombre. Él guardaba silencio y permanecía parado en la puerta, apoyado en el marco, como esperando inútilmente que ella vomitara todos los diablos. Yo guardé en mi inocencia algunas de esas palabras que luego, vacías de sentido, las repetía mientras jugaba a las bolillas con mis amigos; tenían algo de verso pegadizo y a mí me sonaban simpáticas al oído, a la vez que me hacían sentir dueño de un poder sobrenatural para intimidarlos:
- ¡El mal que se hace, el mal que se paga!; ¡el mal que se hace, el mal que se paga!; ¡el mal que se hace, el mal que se paga...!
El baile fue el comentario obligado de toda reunión de vecinos de allí en adelante, hasta que los años y la vida fueron desgastando las emociones de esa noche. Luego sucederían cosas peores pero en un pueblo en que el orden y la rutina eran los engranajes que movían la noria de sus días, fue un escándalo que la Porteña llegara vestida como una mujer de la calle y pareciera una diosa; que todas las miradas de los hombres sin excepción la hurgaran respetuosamente tras la ropa, que ella clavara sus ojos en el Patrón, don Álvaro Girou, y que él se jurara entonces que sería suya, como la mayoría de las tierras del pueblo, como sus cañaverales interminables, como los brazos y las ansias que se le entregaban voluntariamente para amontonar su cosecha, por sólo dos pesos.
El Patrón y la Porteña bailaron hasta el amanecer con una música parecida al pecado de tan sabrosa; ella había traído de la Capital los nuevos sones y también allí había aprendido a contonearse como una mulata poseída por el demonio de la lujuria. El hombre no estaba acostumbrado a esos ritmos ni a otros pero no le fue difícil seguir el vaivén endiablado de sus caderas; pronto pareció que hubiesen desarrollado su destreza para el baile por años, en todas las pistas, a prueba de cualquier acorde y son: sin sacarse los ojos uno del otro – ya brillosos y encendidos como los de los súcubo- se anticipaban al movimiento del otro y lo replicaban como una sombra gemela. De seguro el amor sería igual de perfecto: si se lleva bien el ritmo de los pies con alguien, todo el cuerpo se acompasa con naturalidad. No les hizo falta probarse esa noche en el territorio de la piel; ya lo habían hecho en el del alma.
La mujer de don Álvaro jugó perfectamente el papel de esposa comprensiva y segura. Mientras sostenía a uno de sus hijos menores, dormido en sus brazos, se dejaba desviar la mirada con el piadoso y descolocado diálogo que una vecina le inventaba, para rescatarla de la pública humillación. La señora de Girou parecía un ángel a la vista de todos, pero sólo tenía de él la capacidad del vuelo, como las águilas o las aves de rapiña. La imagino: mientras su boca hablaba con la entrometida comedida que buscaba distraerla, había maquinado ya la forma en que recuperaría a su hombre, al que veía ya ajeno.
Y no se equivocó: en las primeras horas del día, don Álvaro Girou ya estaba recorriendo como un zombi el camino a la casa de la Porteña. Lo hizo por mucho tiempo, sin ninguna ley y sin remordimiento alguno. En el hogar no hubo reproches; no podía haberlos: las reglas del matrimonio estuvieron claras desde siempre. A las otras, simplemente las ignoró. Por su parte, a la señora de Girou sólo le restó vestir de mil maneras el traje de la paciencia y esperar a que su marido se hastiara de desfogarse. O a que el embrujo prendiera.
Cuando nos vinimos a la ciudad, mamá comenzó a trabajar de doméstica. Gracias a eso yo pude estudiar en los mejores colegios porque la viejita que cuidaba me adoptó como nieto y procuró que yo recibiera el favor de sus selectas amistades. No sé exactamente la razón por la que yo le caía bien pero recuerdo una vez que la escuché interpelar a mi madre:
-Contáme, ¿a quién salió rubio el changuito?
Pero para esa época mamá había aprendido ya a desconfiar de todo interés; amargada y resentida, no sólo su silencio sobre su pasado era sepulcral, sino que toda ella se iba preparando en vida para la muerte. Quizá sólo le interesaba que yo me graduara y por fin se sentiría libre para partir a enfrentarse con sus recuerdos:
-Con su perdón señora, pero eso es algo que no le incumbe.
Por suerte no perdió el trabajo por la impertinencia, seguimos allí por varios años después de eso y cuando por fin me licencié tuvo que esforzarse por no llorar, aunque tuvo otro brillo en sus ojos oscuros ese día. Una foto de aquella ocasión me hace pensar que debe haber sentido la ceremonia como una fiesta: curiosamente, después de años se dejó suelto el encanecido y largo pelo.
La que no pudo fotografiarse con nosotros fue mi protectora; quizá el desprecio con que mi madre mal disimuladamente la trataba fue más potente que el cariño que la anciana sentía hacia mí, y lentamente la fue socavando. Mis reproches por su actitud, mientras la señora aún vivía, se repetían:
-No entiendo su crueldad, mamá.
Ella se limitaba a responderme secamente:
-No me gustan las copetudas.
Y seguía encerando los pisos como si nada.
"Se mezcla con mucho cuidado en la comida del ser amado unas gotas de fluido de mujer, procurando que se integre al resto de los ingredientes para que de ninguna manera se note por la vista y el sabor, y se lo sirve como cualquier otra comida. Mientras, se le ordena a su espíritu, mentalmente, el regreso. Suele ser más potente acompañar el ritual encendiendo cada noche, durante nueve días, velas de amarre consagradas, en las que previamente se inscribirá a lo largo el nombre del ser amado y el de la despechada, entrecruzando sus letras. Para garantizar el retorno, se anudarán las prendas íntimas de ambos, colocándolas debajo del colchón del lecho matrimonial..."
La sombra en que se iba convirtiendo la señora de Girou no debe haber dejado curandera sin visitar; su amor desesperado la despojó de toda dignidad y no le importó que todo el pueblo la viera esperando turno en los patios de los manosantas y curanderos, atestados de gente que buscaba ser aliviada de males más terrenales que el suyo,
Y alguno de esos debe haber dado con el espíritu desbocado del marido, que ya había sido subyugado totalmente por las malas artes de la Porteña y que le pertenecía, en alma y cuerpo, pues hacían vida en común. Que la traicionara era una cosa siempre y cuando volviera al hogar pero no podía cerrar los ojos al abandono definitivo. Y lo peor: los chismes malintencionados decían algo que prefería no escuchar: hasta tenían un hijo juntos, al que don Álvaro iba a dar su apellido.
Conozco bastante a las mujeres y sé que son tercas cuando se les roba su hombre. Seguramente sentía que debía enlazarlo otra vez y hasta debe haberse prometido a sí misma que no descansaría mientras él no volviera manso y arrepentido, jurando reparar el agravio. Si el marido era víctima de una mala mujer y hasta había perdido el poder para decidir, ella lo salvaría. Y si su amor no era suyo, lo prefería muerto.
-"Escribir el nombre de la persona a la que se quiere dañar en una fotografía suya, colocarlo en la boca de un sapo vivo y cosérsela con ella adentro. Luego llevarlo al camposanto y sepultarlo panza arriba en la hora más oscura de la noche del viernes... ". Yo debí hacérselo a ella antes, para verla reventar de bronca, como el sapo.
-No me dejés, Álvaro, mi hijo también es tuyo, también es un Girou.
-Estudiá Darío, quiero que seas un hombre de libros...
-El mal que se hace, el mal que se paga…
-Che, Darío, hijito, contáme de nuevo qué te dijo ese señor que llamó y preguntaba por mí. Debe estar en la ruina, seguro. Y ahora me busca, pero yo no perdono, ¿oíste?
-Uhm, uhm, ¿cómo decía esa canción? Bailamos toda la noche... Ta, ta, ta, ta...
Es curioso escuchar a mamá tararear. No es tan vieja ahora, cincuenta y pico de años en el cuerpo pero sin edad en los recuerdos desordenados. Mientras escribo, atiendo su insomne desquicio. Se mece en la reposera que le conseguí cuando los médicos dijeron que su Alzheimer avanzaría vertiginosamente. Habla con sus muertos y ya no conmigo, pero sé que mientras se hamaca con la mirada en otros días y peina con obsesión su largo pelo gris, que ahora siempre tiene suelto, me vigila en mi desvelo.
LA PRINCESA DE LOS SURCOS
Dasne María de los Ángeles, antes de venir a este mundo, ya era una princesa, sin ser hija de reyes, aunque nunca conocería a su padre, aunque la madre renegara del inesperado embarazo, aunque su reino no fuera más que una casilla perdida entre los cañaverales. El abuelo lo había visto en el nombre de la criatura por nacer, cuando su hija le contara que quería llamarla igual que la chica linda de la telenovela de la siesta y, en un papel de almacén trazara las letras de cómo creía que se lo escribía, para que él –que no sabía leer ni escribir las palabras de los hombres pero sí su destino, poniendo sobre los trazos garabateados sus manos venosas y enormes de hombre dado a la tierra - augurara si era de buena suerte.
Nadie supo nunca lo que el hombre vio, cerrando los ojos, con las palmas abiertas, al sobrevolar la curiosa palabra, buscando las formas del futuro. Pero cuentan que se limitó a decir, antes de agarrar el machete para irse otra vez al surco:
-Dasne, Dasne… Lindo nombre para una princesita.
Y fue bueno que el abuelo se complaciera en cómo llamarla: sería el nombre que más repetiría en su vida, más que el prohibido de su propia mujer, que había abandonado de joven a marido e hija yendo tras la dorada luz del pelo largo de un golondrina del Chaco, en mala hora venido a Tucumán, harto de los desabridos amores del algodón y tentado por saber si era cierto que “las chicas eran aquí más churitas y tenían algo que las demás no” ( como le dijera un día un negrito de ojos achinados en alguna otra cosecha). Repetiría ese nombre más aún que el de la hija, que poco a poco fue perdiendo el miedo al silencio cerrado del padre cuando le dijo que estaba panzona la primera vez y él pensara -para consolarse- que las risas de los niños atraen a los ángeles. (Con el tiempo, tanto se había enfrentado ella a los falsos cucos de sus miedos que, un año tras otro, volvía de la ciudad - a donde se había ido como doméstica-, para traerle nuevos nombres para leer en el futuro y a los meses, una criatura con un destino menos real que el de la dulce Dasne para criar).
Dasne ya era una princesa cuando nació: bonita, morocha, pero de unos enormes ojos verdes, redondos, como uvas, brillantes como los de los gatos montaraces que se cruzaban de noche por el cañaveral. Ninguno de los otros changuitos había sacado esos ojos. ¿De quién serían? Uno los miraba y parecía que podía perderse en ellos, como si tuvieran un embrujo, como si invitaran a un túnel que irradiaba luz y que a la vez era capaz de devorarlo.
El cañaveral en mayo era así también. Antes de los ojos de Dasne no se había dado cuenta, pero aprendió a mirarlo cuando nació la niña. Miles de años había salido del surco y, con el machete sin ganas empuñado hacia abajo, entre las manos aún ardiéndole y bajo el sol mezquino del mediodía que ni siquiera dibujaba su sombra compañera, desandaba con pasos lentos el camino de la derrota hacia el hogar donde nadie lo esperaba. Mientras, masticaba su odio contenido -maldita mujer-, dándose tiempo para patear las piedras de la eterna calle de tierra siempre igual, siempre polvo suelto que algún patrón levantaba en nubes al pasar con su camioneta a quinientos por hora.
Fue uno de esos días de mayo cuando levantó la vista hacia el cañaveral para buscar un pájaro que lo despertó de sus recuerdos con un canto hechizado. No lo vio pero recién entonces se dio cuenta de que el verde nuevo de las cañas era igual que el de los ojos de la nieta que estaba criando con alguna ayuda de las vecinas. ¡Qué lindo! ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Algo le cambió adentro desde ese día y al siguiente, cuando se levantó a las cuatro de la mañana para ir al surco, sintió sus pies más livianos y un calorcito extraño en el pecho, como el de las ganas que le venían de joven para pelear la vida.
- Lo querés al cañaveral abueli porque te recuerda a mí- le había dicho Dasne un mediodía mientras volvían los dos de la escuela, los pequeños dedos de cinco años perdidos entre los inmensos del viejo.
- ¿Cómo sabés eso? No me acuerdo que te lo haya dicho.
- Las princesas somos así. La maestra nos leyó un cuento de una princesa que podía ver a través de los ojos de las personas. Era una princesa con poderes que un hada le había dado.
El viejo guardó un silencio asombrado mientras aferró con más fuerza la mano del ángel que el destino había puesto entre las suyas. No fuera que algún día también se le escapara.
Y a partir de entonces su vida fue una escalera hecha de peldaños de asombros. Ya no tanto por la carga de niños que la hija iba dejándole para llenar sus días –todos varoncitos- sino por las mágicas palabras de Dasne, que ya en jardín había aprendido a leer y volvía de la escuela con los libros que la maestra le prestaba para sentarse en las piernas del viejo y mansamente llevarlo a esos mundos poblados de princesas, brujas y monstruos que antes ignorara. Dasne tenía sólo seis años pero ya era capaz de hacerlo pensar:
- “Entonces la bruja Melusarda esparció sobre el agua del plato un polvo mágico y pudo ver dónde estaba la princesa, que se había escondido en la cueva de los duendes del valle y hasta se había disfrazado como ellos… ”
- Pero no se necesita ese polvo para encontrar las huellas de alguien… Yo cierro los ojos y lo veo. Así de fácil.
-¿Siempre podes ver a una persona abueli? ¿Y si se esconde porque no quiere que la encuentren?
La imagen de la mujer otrora amada se le plantó con fuerza en el recuerdo. Se vio a sí mismo la noche terrible del abandono, volviendo del surco y llamándola, feliz, una y otra vez. Era un viernes y traía la plata de la quincena. La casilla con piso de tierra se volvió una tumba oscura en la que su voz deambuló por las sombras buscándola, tropezó con las paredes vacías, hurgó inútilmente en cada recoveco y volvió a él para metérsela en el alma. La desesperación lo empujó a buscarla en los vecinos; en una de ésas se había ido a matear a una casa amiga para pasar las horas. Pero el silencio sabio y la mirada esquiva de los rostros ante su pregunta, le gritaban la verdad a que se negaba. Alguien, un conocido, se animó:
- Mire, olvídela. Habrá ido a buscar otros rumbos y a lo mejor no se fue sola. Usted entienda. Siga su vida. Mujeres hay muchas.
Luego se dejó habitar por el infierno del abandono, dejando que las manos de la costumbre lo amarraran cada hora a la memoria de los años compartidos. Pensó tanto a la mujer que una noche, con la mano puesta sobre la almohada que antes ocupara ella, leyó su rastro y comenzó a verla: Había una luz distinta en sus ojos oscuros, mientras perseguía de pueblo en pueblo, una sombra errante y solitaria. Comprendió que él no sería feliz sin ella pero ella, no lo sería nunca. Lo supo así, simplemente. Y a partir de esa noche dejó de pensarla para no verla más. Vería, en cambio, las mil caras de la tristeza, la felicidad, el dolor, el amor, la traición, la muerte…, sin pudor ante él, esperando en filas, haciendo turnos a veces, amontonándose sobre su mesa en pilas de papeles ya ajados por la desesperación de un familiar o escritos con la prolijidad de la novia enamorada, que floreaba en el las letras sus sueños de nobleza de su hombre. No comprendía este nuevo don que abría las puertas de su casa a esos desconocidos que se desnudaban ante él sin mezquinarle nada, ni siquiera su alma, sólo con poner sus manos arruinadas sobre las letras indiscretas.
- Sí princesa. Puedo verlos siempre, aunque a veces no quiera- dijo el viejo regresando a la voz grata de la nieta, que reanudó con entusiasmo la lectura.
Con los años de Dasne había aprendido a entender la vida del cañaveral. En abril y mayo era una cortina verde de largos brazos apretados que cerraban la vista y encimaban el paso, para que el pelador de caña no soñara nada más que el inminente destino de la zafra. Tirano egoísta algo abatido, en junio y julio de a poco iban cediendo sus barricadas tomadas por el asalto de los machetes hambrientos. Golpe tras golpe, en cada zafra, la vida le daba al trabajador del surco una revancha para desatar su dolor contenido. Y le pagaban por ello. Pero la helada y el fuego devastaban pronto su esplendor y su luz brillante en agosto, se iba convirtiendo en un reflejo seco y apagado en las cañas quemadas. De setiembre a noviembre el gigante en agonía retozaba y se replegaba sobre sí mismo; entonces los ranchos y las moreras que se preñaban de hojas nuevas aprovechaban el descuido para mostrarse en el horizonte. Renacía luego insinuándose en los brotes nuevos que se alzaban como niños pidiendo amparo. El paisaje no era siempre igual. También esto lo supo por Dasne que, aunque ya estaba crecida para volver sola de la escuela, reclamaba la compañía del viejo:
-No te olvides de retirarme abueli. Mirá que las cañas ya están en flor.
-Pero ya podés volver con tus hermanos, sos la más grande y te sabés cuidar solita. ¿Si ya te hacés cargo de la casa no vas a saber cómo volver?
-Pero tengo miedo ahora. Si las cañas no estuviesen en flor volvería tranquila.
-Y así es más lindo. Vas viendo las flores y te entretenés.
-No entendés abueli. Hay un duende en el cañaveral y es malvado. Le gusta cortar flores y llevárselas a su amo, para endulzarlo y quedar bien con él. Si sabe que unos ojos humanos lo pueden ver quizá se enoje y me busque. A los duendes no le gustan los intrusos y son vengativos. ¿O ya te olvidaste de ese cuento en que los gnomos llevaron con engaños una princesita al borde del bosque encantado y la fueron llamando, despacito, hasta que ella no se dio cuenta y se perdió?
El viejo trataba de entender a la niña que era aún Dasne, a pesar de que en la casa imperaba siempre con la desenvoltura de una mujer hecha. Recordó que sus ojitos podían ver con el alma y sintió también algo parecido al miedo. Buscó entonces entre sus recuerdos una medalla de plata con la Virgen del Valle, que había traído alguna vez de Catamarca y removiéndole el moho de la vejez, la acicaló hasta el brillo y se la puso en el cuello, no fuera cosa que pasara alguna desgracia:
-Llevála siempre. Ella te va a cuidar.
Dasne crecía y sus pasos se volvían majestuosos, como repartiendo su encanto en una alfombra de estela real. Tanto había leído que se movía en este mundo con total aplomo pero sin dejar de mirarlo siempre a través del cristal de la fantasía. O con los otros ojos de los seres dotados. El abuelo ya se había acostumbrado a esa magia y también él parecía caminar con sus pies humanos en los caminos de los cuentos. O al revés. Su nieta había traído a su vida el conocimiento de las cosas que suceden cuando el velo se descorre y era maravilloso pensar que había una manera de escapar de la telaraña del surco, sólo entreabriendo una delgada puerta, cuando ella convocaba con las palabras todos esos seres que se entregaban a que los reviviera. Se sentía dichoso y pleno en su pequeñez. Y si algún día conversaban sólo de la helada, de las cuadrillas de peladores o de lo flojas que estaban las ponedoras, algo le faltaba y entonces era él quien la invitaba:
-Contáme otra vez esa historia de la princesa que estaba cautiva en una torre y que tendía su trenza larga por la ventana para que la visitara el novio.
-No abueli, no era el novio. Las princesas no tienen novios sino caballeros y príncipes de países lejanos, enamorados y que las cortejan.
-Bueno, como sea. Contámelo igual- y entonces se aprestaba para el deleite.
Dasne siempre hablaba de príncipes, que a veces eran sapos y el viejo creía en sus historias. Quizá por eso no se espantó cuando a ella se le dio por besar todos los sapos que se le cruzaban después de las lluvias, buscando al príncipe encantado. Algún día debía aparecer.
Y ese día llegó con el calor de su verano número dieciséis. La joven belleza le estallaba en los pechos nuevos y en el reflejo amarillo brillante de la mirada. Estaba cambiada, como si algo extraño le fuera creciendo adentro.
-Abueli – dijo esa vez con un gesto de preocupación- quiero saber de alguien, un príncipe tal vez, que le leas el nombre; me persigue y de día, lo veo por todas partes y hasta cuando duermo: cierro los ojos y se me aparece en los sueños. Primero es un viento cálido, que me agita el pelo. Luego se vuelve cada vez más fuerte hasta que empieza a girar y girar y va levantando el polvo y entonces se convierte en un remolino. Ahí me rodea y yo cierro los ojos y sólo me dejo llevar por él en sus brazos.
- ¡Te he dicho que no te saqués la medallita!- se asustó el viejo mientras recordaba que en el remolino vive el diablo y que se lleva a los niños.
-Pero abueli, si la llevo siempre puesta, hasta para bañarme.
-¡Qué raro! Escribíme el nombre para que lo veamos.
-Ése es el problema. Nunca me ha dicho cómo se llama. Pero pienso en él todo el tiempo. Y quiero verlo, estar a su lado y reírme con él.
Las semanas siguientes trajeron una melancolía que fue apagando la voz antes feliz de la muchacha. Callada, replegada sobre sí misma, sin dejar de ocuparse de la casa y de sus hermanos menores, parecía una sombra desconocida para el viejo, tan acostumbrado al desborde de vida que ella emanaba. A veces cantaba y parecía entusiasmada de nuevo, pero siempre como si tuviera los pies en el rancho y el alma muy lejos. Uno de esos días el abuelo pensó que la Dasne de antes había regresado y se le acercó:
-¿Qué ha pasado con ese príncipe de tus sueños?
-Sigue sin decirme su nombre, le gusta jugar a las adivinanzas; dice que así voy a pensar más en él si no lo conozco del todo, que ya tendremos tiempo para que yo sepa cada uno de sus secretos y él los míos. Pero yo ya le conté todo, le mostré todo lo que soy. Él hace trampas…
-Uhm! –atinó a mascullar el viejo, disimulando la sombra de preocupación que estas palabras le causaron- Otra vez que aparezca, decímelo. Lo quiero ver.
Con los días Dasne comenzó a reír de nuevo. Iba y venía con una energía diferente. Ahora se le daba por hablar todo el tiempo, hacía con prisa las tareas de la casa y se apuraba a la siesta a sentarse bajo la sombra fresca de los paraísos para leer poesías de amor.
El abuelo pensó que volvían a los viejos tiempos y una tarde se le arrimó con la banqueta de cuero de vaca para escucharla:
-No, abueli. Ahora no te voy a leer. Esto es aburrido para vos. No te va a gustar
Desconcertado, el viejo calló un rato. ¿Qué le pasaba a Dasne? Nunca antes ella le había negado un libro. Pero quería hablar:
-¿Ya sabés más de tu amigo el príncipe? ¿Dejó de hacerte trampas?
-Sí. Me cuenta casi todo, menos cómo se llama. Hasta me dijo que va a llevarme con él para que conozca su reino. Ahora dejáme leer un poquito abueli, ¿sí?
El corazón del viejo arrancó en un galope feroz. Comprendió que había llegado el momento de hacer algo y comenzó entre los vecinos una búsqueda casi desesperada por saber lo que la muchacha le ocultaba, preguntando si habían visto alguna vez a Dasne acompañada por alguien. ¿Qué cómo era? No tenía idea. Quizá alto, rubio, elegante, de buenos modales, como su nieta le había contado que eran los príncipes de los cuentos.
Pobre abuelo, desvariaba. La mujer que lo abandonó, tantos años en el surco, criar ese tendal de nietos, la vejez, las fantasías de la chica, seguro todo le estaba saliendo ahora… El pueblerío era una de chismes que se debatían entre la lástima y la burla. Pero nadie había visto jamás a Dasne ni siquiera acompañada por un morocho, menos por un rubio, si era un ángel, la dulzura en persona, una joyita, una Princesa, como la llamaban todos.
Una tarde, mientras Dasne se entretenía absorta en mirar los gruesos goterotes de lluvia que caían arrebatados del voladizo de chapa, se le ocurrió una idea y le acercó un papel y un lápiz:
-Escribíme aquí como vos lo llamás siempre.
Sin replicar, la joven, que estaba dócil porque tenía el corazón como el pensamiento muy lejos de allí, escribió:
-Mi amor.
Contenido, silente, como si supiera que hay cosas que tienen un curso tan inevitable como el de los ríos que se despeñan por la montaña hacia su último destino, sólo atinó a buscar la mesa, colocar encima el papel, sentarse y cerrar los ojos para ver con sus manos lo que había en el horizonte de la intimidad asediada de la nieta.
¿Qué vio? Sólo cañas, cañas y más cañas en flor. Y entonces se convirtió en un pájaro que sobrevoló esa alfombra verde y blanca, bajó de a poco: quizá él se escondiera entre las varas o estuviera agazapado en la tierra. No podía tener tan buenas intenciones si se ocultaba así. Redobló la búsqueda. Vueltas tras vueltas, lenta y meticulosamente su viaje duró todo lo necesario hasta que vio primero una lucecita que fue volviéndose de a poco un destello plateado, una explosión de brillos, casi un fulgor y luego un fuego ardiendo. La pregunta de la nieta lo despertó:
-¿Pudiste ver algo, abueli? Contáme, contáme, ¿cuándo viene por mí?
A los pocos días, a la hora de la comida, una vecina vio a Dasne salir cargada. Seguro llevaba la vianda para la familia que estaba en el surco. Pero si fue para allí, nunca volvió de las cañas, por más que la buscaron todos los hombres del pueblo, por misericordia hacia el pobre abuelo. Por más que la buscaron todas las mujeres que entonces quisieron ser la madre de esa criatura tan tierna -¡pobrecita m’hija, qué le habrá pasado! -. Por más que la buscaron todos los niños, que desde ese fatal día extrañarían la dulce voz de Dasne regalándoles cuentos. Por más que la buscó el viejo, ya desolado, hurgando por meses cada celda del cañaveral sólo para encontrar una mañana, brillante, aunque cubierta de tierra, la medallita de la Virgen del Valle.
María Gabriela De Boeck
MIEL DE CAÑA
“Melita” – mote con el que se referían a la misma dulzura de la “miel de caña”- llamaban todos a la que en realidad habían bautizado hacía ochenta años junto a su hermana, en la urbana iglesia de la Merced, como Damaris de las Mercedes Ortiz. No era lo común hacerlo allí, pero sí urgente: las mellicitas se morían. Sólo un milagro podría salvarlas y si bien era cierto que Dios no faltaba en las iglesias de campo, estaba siempre en los imponentes y poderosos templos de la ciudad. Damaris no corría tanto peligro de irse de este mundo siendo un ángel, como Milagros de las Mercedes, que pesaba apenas un kilo y medio. “Melita” pasaron a llamar a Milagros cuando murió Damaris, a los diez años, inexplicablemente.
Sólo Milagros recuerda que se llama Milagros. Sólo Milagros recuerda ahora, setenta años después, a Damaris, mientras tira a las gallinas en el patio las miguitas de pan casero que acostumbra a recoger en su delantal de cocina, después del mate de la tarde. Nadie de los viejos o de los memoriosos vive ya, nadie que pueda recordar a la otra Miel de Caña, a la verdadera. Sólo ella, que merecía que la llamaran así porque, aunque era la más feíta de las dos y parecía una rata vieja y seca a medida que se iba en las diarreas de un sarampión negro, tendría algún día la dulzura de ese jugo de la caña cocido a fuego, que daban a los peladores y trabajadores del surco como regalo del ingenio. La otra era blanca y bonita; decían que había nacido con esa sonrisa que nunca perdió, ni siquiera cuando le cerraron el cajoncito que partió pesado del rancho y tuvieron que cargarlo entre seis hombres corpachones, porque no quería irse. O quizá porque quería quedarse para contar algo que no debía. Sólo lo sabía la pequeña Milagros, que se esforzaba en dejar caer unas lágrimas calladas, para que nadie sospechara que también ella quería irse un día con tanta gente a pie en procesión por detrás de su recuerdo, como una reina, acompañándola al descanso eterno, llorándola a gritos, desconsolados, una multitud que no hacía caso del calor del mediodía entre los surcos, para amontonarse a tocar el cofre de sueño de la santa que se iba de este mundo dios te guarde angelito rogá por nosotros vos que dios te lleva porque sos tan buena que te quiere a su lado brille para vos la luz que no tiene fin pedí por nosotros que te vamos a seguir un día Miel de caña Melita eras tan dulce nos dejás sin consuelo Santa María madre de Dios ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte rogá por nosotros Miel de caña … Una mano la sacó del acompañamiento fúnebre; no era bueno que sufriera tanto, mejor se quedaría en la casa, que viera a la madre que estaba como ida en la cama, que la consolara, que…
Ya nadie puede tampoco contar cómo fueron cambiando las dos. Quizás nadie se dio cuenta de que apenas Milagros comenzó a caminar, buscaba siempre a Melita que, aunque delgada como un junco, fue la primera en dar sus pasos, apresurada por soplar la vela de su primer año. Si alguien hubiese tomado una foto, recordaría que a Milagros tuvieron que alzarla ese día; recién en su segundo verano, con ese cuerpito endeble y flacucho que daba pena y amenazado en cualquier momento con quedarse sin alma, para asombro de todos dejó de arrastrarse y se paró a descubrir y usar el mundo. Nadie advirtió tampoco que lo primero que hizo entonces fue buscar a Melita y comenzar a mirarla, a la cara, concentradamente y con una sonrisa que nadie podría desentrañar, porque no era de niña.
El juego de pararse frente a frente y mirarse fijo habría inquietado a los grandes si lo hubiesen visto más que como eso que no era: un juego, pero en el recuerdo sólo quedan las voces de los padres festejando esas ocurrencias de chicos:
-Ya están las melli jugando a las miraditas. Mirá, ni pestañean- decían mientras rompían a reír porque, después de todo, estaban ahí, jugando; después de todo, vivas.
A los tres o cuatro años ya el juego de las miradas no llamaba la atención; lo hacían a diario, como cualquier otro inocente pasatiempo de niños. Sólo una nube de inquietud turbaba ese pedazo de cielo que los padres cultivaban entre los cañaverales: la sombra de Melita iba adelgazando, alargándose, como partiendo hacia algún lugar que sólo ella sabía, como llevándose los colores antes rebosantes de su carita regordeta y lozana, que ahora iban apagándose tal cual la luz de una siesta azotada por una repentina tormenta. El médico insistía: todo estaba en orden en su cuerpo, debían tranquilizarse y recordar que era melliza, que había épocas de crecimiento en que los chicos adelgazaban, algo temporario… el organismo tenía sus ciclos… Demasiadas explicaciones y palabras para la cerrada simplicidad de la gente de campo y para el dolor de los padres, que lo único que sentían era que algo, alguien, como un ladrón sigiloso, estaba robándoles día a día a la hija.
Milagros, en cambio, crecía. Antes tan débil como la última hoja de un árbol a merced del infalible otoño, con la escasa gracia de esas criaturas condenadas a un paso breve y piadoso por este mundo, amanecía ahora a la vida extrañamente bella, como una flor de estación que hubiese condensado colores y aromas para desplegarlos en el momento oportuno.
Si la madre de las mellizas viviera, contaría que el insecto insoportable y obsesivo de la inquietud había comenzado a caminar por su cuerpo, que vigilaba qué comía Melita y qué tomaba Milagros, que se levantaba en medio de la noche para mirarlas en la cama compartida por ambas sólo para desvanecer sus dudas ante la escena de dos ángeles durmiendo abrazados, que se escondía tras los marcos de las puertas para escuchar los diálogos en que la risa de Melita se iba apagando ante la vocecita llena de luces de Milagros , que ahogaba su preocupación y su llanto para no perturbar al hombre, demasiado cansado después de la pelea mano a mano con los surcos, como para agregarle otro trago amargo.
Si alguien preguntara si recuerdan qué le pasó a Melita, un allegado diría que le contaron alguna vez que estaba a punto de morir cuando era bebé…
- Y mírela usted ahora, esa vieja es eterna. Y tiene la fuerza de una cuadrilla, después de haber criado seis hijos y levantado entre los surcos su pequeño imperio.
- Pero no, la otra Melita.
-¿La otra? Ah, sí. La otra. No la recordaba. Dicen que eran dos. No sé como se llamaba la mellicita que se fue. Creo que le entró la pena o algo así y que se fue secando con la misma tristeza de una plantita tierna en medio del monte seco.
Una siesta de enero cuando el calor agobiaba con la pesadez de un titán de fuego flotando sobre la tierra, la familia salió al patio buscando el alivio de las sandías recién cortadas, a la sombra fresca de los paraísos. Hacia atrás de la casa, los perros alarmados comenzaron a ladrar con esa inquietud de los animales legañosos y perceptivos, enfrentados a seres de otro mundo. Pensando encontrarse con algún intruso o con algún bicho muerto, el padre se acercó a ver qué era y a espantarlo, pero sólo llamó su atención ver a las hijas peinándose el pelo largo y lacio, mirándose una a otra, como frente a un mágico espejo que cada una fuera para su hermana, concentradas y ajenas a su alrededor, replicando ésta los movimientos de aquélla.
Al otro día de esa variante del juego, Melita cayó en cama. La fiebre comenzó a consumirla y dejó de abrir los ojos. Un vecino se ofreció para llevarla al hospital y pronto allí la fiebre bajó. Aunque a los pocos días regresó a la casa, su mirada nunca ya sería la misma. Había comenzado a transitar vertiginosamente su último camino: sumergida en el silencio y el desánimo, le costaba levantarse de la cama, no quería comer y se pasaba horas con la mirada perdida en el cañaveral. Sólo la vista de Milagros parecía alegrarla y entusiasmarla por momentos y hasta quería jugar con ella; pedía entonces que las dejaran solas. Pero tras un breve encuentro, quedaba tan extenuada que parecía que el desmesurado esfuerzo por reanimarse junto a su hermana le debilitara aún más el fino hilo de vida que la aferraba a esta tierra.
Otra vez los médicos, otra vez los análisis y los estudios, otra vez el penoso deambular por los pasillos de los hospitales, ya en una camilla que parecía transitar sola el camino hacia la muerte, buscando en vano dar con la respuesta a ese extraño fin que nadie podía explicar.
Uno de sus últimos días la fue a ver una mujer, una curandera, conocida de algún vecino del campo. Los padres no debían preocuparse por el gasto, no le importaba que le pagaran, sólo quería hacer algo por la nena. Entregados ya a cualquier esperanza, accedieron y ella pidió entonces ver a Melita. Al salir con una prisa que no tenía al principio, entregó a los padres un crucifijo de madera:
-Pónganselo en el cuello, que lo lleve siempre, bajo la ropa. Pero puede ser tarde ya.
La desesperación de la madre era un torbellino de preguntas que se le atropellaban en el alma:
-¿Qué dice? ¿Qué le pasa a Melita? ¿Qué vio? ¡Digamé por favor!
-Mire, estoy apurada. Yo ya no puedo hacer nada. Sólo he visto que tiene los ojos vacíos. Recen mucho por ella. Es lo único que queda.
Los atardeceres de Melita son siempre iguales. Terminada la ceremonia del mate y de las migas, segura de que cada gallina, a la que llama por el nombre que ella misma le puso, se ha alimentado del pan y de sus mimos, comienza otra y se dirige a una gruta muy prolija que se levanta en el jardín, gruta que para cualquier ajeno a la casa estuvo siempre allí pero que cada 24 de setiembre es el lugar donde el poblado va a rendir su devoción. Corta dos flores de achera o santarrosas o de la flor de estación que hubiera, cambia el agua del jarrón y las coloca en él; luego enciende una vela y cierra la pequeña reja de hierro de la puerta que custodia a la imagen de la Virgen de la Merced, adornada con un viejo aunque conservado crucifijo de madera.
Sólo Melita sabe por qué no se enoja cuando viene algún capataz de sus campos y hablando de lejos, interrumpe el sentido ritual, que no entendería y que no le interesa más que a ella:
-Doña Melita, ya hemos terminado de plantar la caña desde el canal hacia el este, hasta lo de López. Si los cálculos no me fallan, a fin de mes terminamos las hectáreas del sur, las que llegan a Viclos.
Y Melita se incorpora, lo atiende, pregunta y le agradece con una sonrisa amable y con una luz especial en esos ojos que a pesar de la vejez, no pierden nunca su dulzura.
LA OFRENDA
-Ha llegado la hora de que veás qué podemos hacer por el campo. Los animales no son un problema, mientras no nos falten las fuerzas para encauzarles el agua del pozo, pero las cañas no van a brotar si no llueve urgente. Los camiones de riego, ni ofreciéndoles todo el oro del mundo, quieren venir por culpa de estos caminos malditos. ¡Es cuestión de días para perderlo todo!
Después de anunciar la inminente sentencia que pendía sobre su campos, Don Eugenio Luna hizo sonar el mate que le servía Lastenia, su mujer desde hacía treinta años, y se quedó callado y alerta, como quien espera el retorno de un boomerang, con la vista fija en las tierras que parecían una alfombra interminable de polvo suelto, no tanto por la oscura fascinación del paisaje sino para evitar esa mirada con que ella era capaz de condenar implacablemente o de permitir husmear por segundos en el paraíso. Nunca se lo había mostrado pero le temía, quizá porque Lastenia era la curandera del pueblo.
-¿Querés en serio que nos arriesguemos? Sabés bien que si hago algo por nosotros nos va a costar. Esto es así y no hay vueltas. Yo también lo había pensado pero tengo miedo de perder - Lastenia calculaba el peso de cada una de sus palabras. No estaba acostumbrada a equivocarse.
El diálogo entró entonces en una nebulosa de silencio, donde el recuerdo se abrió paso a manotadas para traerle a ella la imagen remota del día que cumplió los quince años, cuando su abuelo le dijo que había llegado la hora de que tomara su lugar y sus poderes para ayudar a la gente y ella, joven y enamorada, estrenara con egoísmo su don pidiendo tener su casa, sus tierras, su hombre. A los pocos días el fuego del cañaveral se llevó al abuelo, dormido para siempre entre los surcos por una borrachera que lo confundió de lecho. El novio, en cambio, se vio casado, rico y dichoso de un día para otro; la muerte del viejo se engarzó, para su cómoda tranquilidad, a esa cadena de vertiginosos acontecimientos como un hecho más de la vida, lleno de lógica y de aceptación. Sin embargo nunca contrarió la culpa que había perseguido a su mujer como una sombra, no entendía de eso y sólo trató de ser buen padre y mejor marido, multiplicando con trabajo arduo lo que el destino les había concedido. Lastenia, en cambio, desde entonces había jurado al cielo que sólo haría “cosas” para el bien de otros y sin esperar nada a cambio. Quizá así espantaría el fantasma del remordimiento que la acosaba por las noches. Además, ya lo tenía todo.
-Tengo que pensarlo- dijo ella y cerró con determinación el incómodo desenlace de la conversación empezando a levantar la mesa instalada en el jardín. “Perderlo todo” había dicho él. Y el placer de las ceremonias del mate sentados en ese pequeño Edén que habían construido juntos se le agrió. La cosecha, la prosperidad acrecentada de zafra a zafra, los hijos estudiando en la ciudad, los vehículos, el dulce sabor del mando, las casas... Pronto se vio otra vez niña, con el corazón expectante entre las paredes de adobe. Eugenio no había hecho más que decir lo que ella venía pensando, tantos años juntos seguramente le habían enseñado a leerle la mente. Y a veces el corazón. Por eso fue que el hombre se levantó sin replicar y se despidió:
-Me voy a la comuna, en una de ésas hay novedades de riego.
Pero Lastenia era decidida. Una mala noche, en que buscó inútilmente con el cuerpo acomodar los sueños que se le desvanecían en el alma, bastó para que a las primeras horas de la mañana sorprendiera al marido, mientras desayunaban:
-Nos han hecho un daño. Es la envidia que nos tienen. He visto una sombra negra en el cañaveral. Es un espíritu perdido, de vuelo bajo: con alcohol y cigarros se va a amigar. Hay que dárselos en una encrucijada de surcos, mientras los reciba. Cuando esté satisfecho, seguro que nos deja.
Eugenio no hizo comentarios. Su mujer era infalible y se alegró de encontrar una solución tan simple y barata. Como ni una cosa ni otra se contaban entre sus vicios, el día se le fue tratando de conseguir litros de vino, cigarrillos al por mayor y una armadura de coraje que no tenía para tratar con esas cosas raras. En su espíritu simple y sin maldad no había habilidades de extorsión sino una ingenuidad respaldada por la buena suerte para obtener lo que quería.
Así dispuesto, hizo un paquete, esperó la medianoche y tomó en dirección a las tierras. La noche era la misma de tantas primaveras, pero a la vez distinta. Por miedo o por casualidad, tenía el oído aguzado y pudo escuchar con más nitidez que nunca todos los ruidos y las voces del campo. Los grillos, los aullidos de los perros, el chiflido de las lechuzas, los cantos confundidos de los pájaros del monte, algún gallo desubicado le erizaron la piel. Un viento fresco se enredó en las sombras de los árboles y sintió frío. Quizá era viento del sur, lluvia segura. Miró el cielo: preñado de estrellas, nada de agua. La piel se le erizó como una capa de púas. ¿Estaría asustado? No estaba acostumbrado a eso. Si no fuera que confiaba en Lastenia, se hubiese sentido tan ridículo que habría dado la media vuelta.
Ya lejos de la casa, en el corazón del sembrado, detuvo la marcha. Se arrodilló y en una encrucijada dejó una botella y un atado de cigarros. Esperó. Sólo el silencio de los ruidos conocidos. Aguzó el oído pero… nada. De pronto, un perfume de mujer robó al aire el olor del guano de los caballos y de las flores tardías de los lapachos. Supo que era de mujer porque le alegró el alma y se sintió inexplicablemente seducido.
En el camino de regreso a la casa volvió a mirar el cielo. Un tul naranja grisáceo había cubierto las constelaciones; era raro, minutos antes le había parecido que nunca la noche se hubiese engalanado con más brillo. Se alegró: así era el cielo cuando iba a llover o a cambiar el tiempo. Lo conocía como hombre acostumbrado a leer las señales de la naturaleza. Después de todo, eran aliados.
Al regresar le comentó a la mujer lo sucedido. Ella, más retraída y huraña que nunca, como se mudaba en su ánimo cada vez que hacía algo contra su voluntad, le devolvió unas parcas palabras:
-Le gustó. Llevále más mañana.
Prevenido, hizo más tranquilo el camino de confusas sensaciones recorrido el día anterior. “Siempre la segunda vez es más fácil”- se dijo y los recuerdos se le volaron a tantos aprendizajes difíciles de la vida que casi ni se dio cuenta cuando llegó al cruce. Se había preguntado toda la jornada qué encontraría de la ofrenda y ante cualquier respuesta la inquietud se le había plantado como un soldado en posición de ataque frente a una víctima desarmada. Había espantado el temor para no retroceder en su línea de coraje. Cualquier cosa que viera- la botella rota, vacía o llena, los puchos ya fumados o intactos- serían señal de que alguien o algo, de este mundo o de otro, los había visto o aceptado.
Para su asombro, no encontró ningún resto y, otra vez en cuclillas, depositó la ofrenda. No bien lo hizo, una voz de mujer lo puso en inesperada alerta:
-Te espero mañana. A la misma hora. No te des vuelta por nada.
Eugenio Luna obedeció. Era manso ante la voz de mando de una mujer. Estaba acostumbrado a asentir ante Lastenia y no le costó apurarse y emprender el rápido camino de regreso al hogar. Otra vez el cielo se había trasmutado ahora en rojo y un viento de lluvia inminente lo acompañó. ¿No hubiese sido mejor esperar la lluvia? La tormenta de Santa Rosa atrasaba a veces hasta dos meses pero llegaba algún día. ¿En qué se había metido? ¿Qué mujer del pueblo tenía esa voz tan…? No encontró la palabra para describirla. Simplemente era algo nuevo, nunca había escuchado un tono tan dulce, una cadencia así de sensual, como una provocación.
Lastenia fue más terminante incluso que la noche anterior:
- La complaciste. Seguí endulzándola.
La tercera noche. Otra vez el cielo estrellado, las mismas voces de la tierra, el perfume de la mujer… Pero él, esta vez más preparado con un espejito que pensaba tener oculto en la mano sólo para ver de quién se trataba y que manejó con habilidad mientras depositaba su ofrenda. La luna era una pelota de plata fulgurante pero no lograba alumbrar la voz que lo sorprendió por la espalda:
-¿No sabés acaso que las que somos realmente lindas nos enemistamos con los espejos? Si querés conocerme de otra manera, no faltés mañana.
El hombre recorrió el camino de regreso despabilándose una sensación dormida en el alma, algo parecido al entusiasmo que no sentía hacía ya treinta años, cuando Lastenia era la promesa de la felicidad, que el amarre de la rutina se había encargado de desgastar. Si no había entendido mal, tenía una cita al otro día. ¿Pero con quién? ¿Qué clase de cita? Tal vez se trataba de una trampa, una broma, una venganza. ¿Sería linda la mujer? ¡Con esa voz! No podía el cuerpo no acompañar la belleza con esa forma de decir las palabras. Además, ella misma le había dicho que era linda.
Llegó tan concentrado a la casa que se olvidó de contarle a Lastenia lo sucedido, como si el corazón hubiese empezado una corta cuenta regresiva, ya dispuesto a volar hacia la traición. Fue la curandera la que esta vez tuvo que indagar el comportamiento del espíritu:
-¿Y? ¿Cómo te fue?
-Igual que anoche – Eugenio Luna hizo un esfuerzo terrible para que el recuerdo de la mujer no se le salieran del pecho, no fuera que Lastenia le oliera las ganas de otro olor y de otra piel- ¿Vos qué creés?
- Está encantada con los regalos esa maldita. Mirá, ya está chispeando.
Ambos salieron al patio y se dejaron estar por un largo rato: ya casi habían olvidado lo que era la frescura caída del cielo, la bendición de Dios. El agua amansó el atormentado espíritu de Lastenia: después de todo llovía, pero no sólo para ellos. Estaba haciendo el bien a otros, a toda la tierra muerta, a tantos hombres que podrían volver al cañaveral para la zafra, a tantas mujeres y niños que serían felices porque el padre les proveería todo el año con sólo batirse mano a mano con los machetes durante cuatro meses, a tantos cañeros que gracias al agua bendita podrían seguir alimentando sueños de más surcos… La dominó un sentimiento de tanta paz con el universo que se acercó a Eugenio y lo rodeó con los brazos por la cintura, apoyando su cabeza en el pecho del corpachón del hombre.
Esa noche, el agua que era mansa y débil pero incansable, les despertó el instinto. Hicieron un amor furioso y desconocido en que la energía de la tierra reanimada los aunó con la fuerza de todo lo que estaba vivo otra vez. Lastenia sintió que amaba a su marido con la misma sangre de los quince años. Eugenio la amó pensando en el cuerpo que tenía esa voz entre los surcos.
El cuarto día desgranó lento las horas hasta la noche. Más que nunca el hombre estuvo pendiente del reloj del comedor y se movió con la ansiedad del que no cabe entre las celdas de las paredes. Apenas dieron las doce, ya la luna, que había borrado todo el recuerdo del agua de la noche anterior, lo vio apresurarse enfilando para el lugar de la ofrenda. No llevó el espejo esta vez pero sí estrenó una camisa que alguna vez Lastenia le regalara y que guardaba para alguna ocasión especial. La voz entre los retoños de caña fue más nítida que nunca:
-Si te sacás esa camisa, olvido lo que pasó anoche.
Manso y apresurado, captó el reproche y se quedó rápido con el torso desnudo, dispuesto a obedecer cualquier orden.
-Así me gusta. Cerrá los ojos ahora y nunca, nunca, cuando estés conmigo los abrás.
Eugenio se dejó conducir y bebió una y otra vez de la botella que ella le ofreciera, mientras lo tenía aferrado de la otra mano, hablándole cosas que unieron el alma del hombre a esa desconocida, cosas que, sin embargo, nunca podría recordar con la luz del día.
Transcurrido algún tiempo que sería eterno para un ser humano pero imposible de medir en la dimensión del ensueño, ella le dijo:
-Ya nos conocemos más ahora. Mi cuerpo es tuyo, pero jamás intentés besarme en los labios.
Por sobre todo Eugenio Luna era hombre y como tal, tomó de ese cuerpo generoso lo que nunca soñó que le daría una piel ajena. Lo amó de un modo en que ni siquiera lo había hecho en tres décadas de compartir, día tras día, la cama con la propia mujer. En esa lucha de los cuerpos por poseerse, se sintió consumido pero a la vez, libre y poderoso, como capaz de mandar y de crear con sus manos el universo entero.
Ya sin energías, un viento frío y con tierra lo despertó en algún momento de la noche. Estaba solo y la lucidez pronto lo apresuró al regreso. Buscó la camisa, se la puso mientras apuró el paso casi hasta correr, con el espíritu confuso y el cuerpo satisfecho. Quizá había soñado todo, quedándose dormido. Olió sus manos y la mezcla del perfume de mujer y de hembra le despejó las dudas. Ya cerca de la casa se acomodó el pelo, se limpió el rostro y las manos con un pañuelo prolijamente planchado y masticó unas hojas de naranjo agrio que encontró en el camino.
La esperanza de encontrar a Lastenia durmiendo en la casa oscura lo tranquilizó, pero no bien abrió la puerta, sintió el enojo en la voz que lo detenía desde la mesa:
-¿Dónde has estado?
Con la ancestral habilidad del infiel aprendida a ritmo vertiginoso, su lengua y su mente se acompasaron para no delatarlo. No sabía falsear, por eso tal vez la piadosa mentira sonó como una verdad indubitable:
-Me vino como un desvanecimiento, sabés y parece que me quedé dormido en el suelo. Ese espíritu me doblegó, a lo mejor quería probar quién es más fuerte – y el recuerdo de su piel estremecida ante la de la extraña, le dio mayor convicción a esas últimas palabras.
-No es un juego. Mañana te vas con un amuleto que te voy a hacer, tenés que protegerte. Lo que pasa es que le gusta mucho la ofrenda pero es orgullosa y te quiso hacer ver que sabe dominar. Mirá, hay rayos y truenos. Va a ser tormenta.
A los pocos minutos la lluvia se desató con una necesidad contenida por mil años. Llovió a mares, llovió con todos los ritmos, llovió al compás de todos los sonidos de un concierto infernal en las bóvedas del cielo, llovió sobre todo ser vivo y muerto, llovió calándolo cada poro, cada hendidura de la tierra agrietada por una sed despiadada. Pero al amanecer no hubo rastros del agua, excepto por la tierra aplacada y dócil. Y pronto, el sol ardió hasta casi quemar.
-Quizás no tengas ya que ir hoy. Llovió lindo anoche- le advirtió la curandera a Eugenio mientras tomaban el mate de la mañana.
- No, tengo que ir. Sabe que hay más alcohol y más tabaco. Lo quiere todo o si no se va a enojar- replicó el hombre que se alarmaba ante la idea de no volver a amar a la mujer.
-Bueno, ahora vos la conocés mejor. Será así- concedió Lastenia que entendía que era mejor no contrariar a los espíritus.
Y a partir de esa noche, una y otra vez Eugenio entregó la ofrenda que no era nada a cambio del regalo de la gloria que podía tocar con sus manos en el paraíso de las carnes fiemes y calientes de la mujer. Día a día, la lluvia desatada de la noche y el sol implacable de la mañana y de la tarde, hicieron que el cañaveral se agigantara como un prodigio de color verde, mientras el hombre adelgazaba hasta volverse una sombra clara, un fantasma lleno de desbordante energía. Lastenia comenzó a alarmarse:
-Mirá Eugenio. Te veo por demás flaco. Todos me preguntan qué te pasa. A lo mejor tenés que consultar un médico.
-Pero estoy bien, me siento más joven y con más fuerzas que nunca. Será el trabajo. Tantos meses parado y ahora que hemos recuperado el cañaveral, hay tareas atrasadas. Eso es. No te preocupés – y su mente se guardó el recuerdo de las muchas noches en que sentía que una savia nueva y joven le recorría las venas, como un lobo rindiéndose ante la luna, llevado por una fuerza ancestral a alimentar su instinto en la tibieza de otra sangre.
Hacía tiempo que la primera provisión de alcohol y tabaco se había terminado pero él se había encargado de reponerla, a escondidas de Lastenia. El campo, el cañaveral, los animales, la riqueza medraban. Hasta el paisaje se había transformado: de ser antes un páramo, parecía ahora un lujurioso manto verde de selva tropical. Todo crecía desmesuradamente, todo menos el hombre y el amor a la esposa. Cada vez más demorado por las noches, cada vez más ingenioso en sus excusas y más distante en el lecho compartido, se convirtió en un cuerpo con el alma ausente en la casa. Lastenia era curandera pero, más que nada, mujer:
-Te noto raro, no sólo en el cuerpo- le dijo ella una mañana.
-¿Qué decís? Ya hablamos del trabajo, que es para los dos, para la familia. A lo mejor tengo que comer más y así me ves como antes- se defendió el hombre.
-No. Hay más que eso. Algo no está bien. Quiero que las ofrendas se acaben. O tus salidas de noche- lo acorraló ella, mirándolo firme y esforzándose por ahogar las lágrimas y las sospechas de los cien desvelos en que la duda le sembraba el corazón de espinas.
Eugenio conocía esa mirada terminante de la esposa. Era el fin que había visto galopar en la llanura de sus miedos:
-Bueno, si lo querés así. No me esperés esta noche. Voy a arreglar todo- la tranquilizó él mientras se levantó de la mesa.
Más serena, durmió con esperanza esa noche. Se había prometido alguna vez que si sospechaba de Eugenio, nunca lo seguiría para enfrentarse al desamor. Se repetía a sí misma las palabras de la traicionada heroína de la única película de amor que habían visto en el cine: “Te soltaré las amarras para que tu nave decida el puerto donde encallar”. De eso se trataba el amor, después de todo. Pero su hombre tampoco regresó a la mañana. Ni a la noche. Ni al segundo día. Al amanecer del tercer día, salió a buscarlo al cañaveral y a lo lejos encontró pronto la encrucijada porque cientos de botellas vacías habían formado una visible pila de vergonzosos excesos. Al acercarse, vio el cuerpo flaco y verdoso del marido, ya sin vida, a medio vestir. Y junto a él, como reposando en su pecho, los huesos de un nítido esqueleto, íntegro en todo, aunque sin cabeza.
María Gabriela De Boeck
LA MULÁNIMA
El día en que ella nació, una catarata de prodigios barrió con la tranquila rutina del poblado de Aguas Dulces. Desde las primeras horas comenzaron a sucederse vertiginosamente hechos extraños, espeluznantes, como lo son aquellos que no pueden explicarse y que se agigantan en su rodar de boca en boca, a veces empujados por la fuerza de la verdad y otras, por los caprichos de la fantasía. Bastó que don Ramón Rosa Sánchez – lo contó mil y una veces con lujo de detalles-, mientras tomaba el mate cocido con poleo y burro, antes de ir como todas las jornadas al cargadero, viera aparecer una víbora de dos cabezas recién nacida, serpeando cómodamente por la tierra apisonada del patio, para que el mal augurio se extendiera en las voces del poblado en cuestión de minutos, con la premura de una mecha de dinamita en infalible derrotero. Pronto, muchos intentaron atar los cabos de esos misteriosos sucesos y no faltó el que mezclara un fenómeno quizás explicable con sus peores pesadillas, enmarañando en ese grueso ovillo de fantasías habladas una realidad que ya se les escurría de las redes del entendimiento.
En el improvisado mitin que pronto se había constituido en torno a la balanza, donde se pesaba la caña que se cosechaba y cargaba antes de partir a los ingenios, unos y otros aventaban con datos propios y ajenos, y algunos inventados por el puro placer del chisme, las llamas del fuego de lo inexplicable y diabólico: Éste había salido a recoger leña y en una encrucijada se tropezó con unas “porquerías”: una gallina negra a medio degollar, aún viva y sangrante, sobre unas prendas íntimas coloradas; de pronto, de entre las rudas y los yuyos, vio salir un viborón que se desplazó lentamente y sin hacer caso de él, comenzó a devorarse al ave hasta saciarse y no dejar ni las plumas, para luego volver a perderse en el monte con toda tranquilidad. Aquél, sin querer ser menos, se despertó en la madrugada por los sollozos de su pequeño hijo de tres años. Al acercarse a verlo, se dio cuenta de que la criatura estaba teniendo una pesadilla y se revolvía agitada en la cama. Lo despertó para consolarlo y el niño abrió los ojos, lo miró fijo y le dijo, con una voz terrible de hombre adulto: “Cuídense, estoy cerca”. Luego volvió a dormirse y al otro día no recordó nada. No faltó el que emocionado contó como Guardiana, su perra noble, que había parido durante la noche cinco cachorros, se los comió vivos y comenzó a aparearse inmediatamente con animales que no eran perros y que, no resistiendo tanta bestialidad, le disparara un tiro de odio con una escopeta de caza. Uno, borracho perdido, juraba que el vino se le convertía en jugo cada vez que lo echaba en el vaso, una y otra vez.
Plantaciones de papa de las que cosecharon batatas, rumores del viento enredados en las moreras gritando, gimiendo, como una mujer en celo, recién nacidos con cola de chancho, miradas encendidas de algún hijo de tal hurgando en los pechos ajados de su madre…
El coro de chismes se acalló cuando llegó corriendo Juancito, el tonto del pueblo, para contar que “la Mama” acababa de dar a luz. Una buena nueva, seguro, como todo nacimiento. Sólo que la madre tenía setenta años, solo que nadie sabía ni hubiese creído que estaba de compras, sólo que era viuda y una respetable pero ya frágil abuela. Ante la incredulidad de todos, doblegada ya por tantos prodigios juntos, Juancito se puso a llorar y a decir que tenía miedo, que la Mama no estaba bien, que gritaba así y asííí … !!!
En apresurada caravana marcharon a la casa del chico, un poco para acompañarlo porque, pobrecito, estaba con un ataque, hablando tonteras, delirando y otro, para asegurarse de que doña Rosa Rodríguez estuviera regando como todos los días el milagroso jardín que sólo ella era capaz de hacer florecer el año entero en esa tierra enemiga de las rosas. Pero en la casa no se veía movimiento alguno: la sufrida mujer habría salido seguramente a buscar al muchacho que de tanto en tanto se le escapaba, una cruz el loquito, ella tan sola, los otros hijos en Buenos Aires y, encima, la vejez que la maltrataba.
Los de más confianza con la familia entraron primero. Su relato, detallado y repetido luego tantas veces, los presentó a la imaginación de los oyentes como los personajes de un film de terror: a medida que recorrían las piezas vacías, el sollozo de un bebé los llamaba hacia el dormitorio, donde la anciana yacía inerte y ensangrentada, a medio vestir, de la cintura para abajo y, junto a ella, una criatura recién nacida y unida aún por el cordón umbilical.
Dijeron que la madre estaba aún tibia, que alguna vecina de años le secó las lágrimas de los ojos abiertos y desencajados, que tenía la cara crispada, que el cordón se cortó solo, como si hubiese estado esperando que lo tocaran… Pero la hija vivía y vivió milagrosamente después de ese día aciago, cuando alguien la tomó como propia porque –dijo- por sobre todo había que respetar la vida. Además, era una muñeca de tan linda, un angelito inocente.
Se habló mucho, una y otra vez, sobre lo sucedido después de aquella tarde pero, llevados por alguna fuerza piadosa, los vecinos de Aguas Dulces se conjuraron en un tácito pacto de no rebelarle nunca quién fuera su madre y de borrar de las palabras la desgraciada memoria de su nacimiento.
El latir monótono del tiempo en el corazón del cañaveral fue silenciando los recuerdos. La vida del coloso de mil brazos verdes consumía las suyas cuando de mayo a octubre la zafra alimentaba las chimeneas de los ingenios de azúcar, que no conocían porque estaban siempre allá, muy lejos. Luego, el resto del año, se entregaban a criar con la dedicación que robaban a los propios hijos, los retoños de la caña: había que desmalezar los surcos, abonarlos, aporcarlos, combatir las plagas y rezar siempre innumerables rosarios para que Dios se acordara de hacer llover sobre esa tierra pretenciosa. Y las heladas… era rogar y rogar que no quemaran la caña nueva y con ella, hacer hollín de sus sueños.
Los años no volvieron a traer nuevos prodigios, excepto la belleza deslumbrante que explotaba en Aurorita, como bautizaron a la niña, buscando que un nombre tan luminoso le alumbrara lo mejor que el quedaba: el futuro. Criada con el amor debido a los seres más débiles, tuvo en sus padres adoptivos la suficiente ternura que la protegió de la oscura verdad del origen. Una hija más entre las propias, conoció la vida del surco y sus manos se volvieron rudas para manejar la macheta cuando se la necesitaba para completar la cuadrilla. O sabias, para blanquear la ropa negra de caña quemada de los hermanos, cosa que había que saber hacer y no cualquiera era capaz; unas manos tan cálidas como para hacer leudar en la sobada la masa del pan casero de la semana y cocinarlo luego en el horno de barro. Y hasta suaves y diestras, para escribir en los cuadernos con una prolija letra que los maestros que venían de la ciudad a la escuelita del cañaveral, elogiaban. La joven tenía muchas virtudes, además de ese extraño encanto de sus rasgos y de sus ojos negros que parecían despedir fuego.
Así lo supo apenas la vio caminando, al salir de la escuela, el chico menor de los Rodríguez, que se recién volvían de la Capital Federal, después de tantos años. Ni siquiera habían venido, quince años atrás, al velorio de dona Rosa. Mejor así. Cuando fue el momento, les mintieron que aquella vez la anciana había muerto en su cama, mientras dormía. Era incómodo dar explicaciones donde quizá no las habría nunca.
Los ojos y el alma del chico se le escaparon por la ventanilla de la camioneta cargada con la mudanza y siguieron a Aurorita hasta la casita humilde donde la vio entrar. Nunca había amado pero supo algo con la seguridad del hombre que no era aún: estar al lado de esa muchacha era todo lo que querría de la vida. Y se dejó llevar por el amor, que es sabio cuando se lo deja hacer para dar, en la encrucijada, con el camino del encuentro. La escuela, el desandar juntos los caminos polvorientos de vuelta al hogar, los encuentros de la juventud del poblado pronto los enlazaron con la necesidad imperiosa el uno del otro. Aurorita era bella pero él tenía el encanto de los chicos porteños al hablar, que los enaltece ante la mirada ingenua del provinciano:
-¿Con que no has venido a Tucumán antes? ¿Y jamás habías visto así las montañas azules? Desde aquí están lejos, pero se ven como pintadas. Algún día voy a viajar a conocerlas.
-No, en serio. Te juro. Vi algo en fotos, de cuando mis viejos vivían acá. Pero palabra que no imaginé que era tan lindo.
-¿Y en serio que nunca has chupado una caña? No sabés lo que te has perdido - lo inquiría ella, entre risas.
-Del sabor de la caña, ni idea- se reía también él, acompañando la diversión que causaba en Aurorita eso que era una rutina diaria y que el porteñito desconocía- Aunque en mi familia siempre decían que si al menos hubieran tenido el jugo de caña, todo en Buenos Aires habría sido menos amargo. ¿Se parece a alguna gaseosa?
- ¡No! Si serás zonzo… Pero yo te enseño un día y después me contás si hay algo más rico…
-Bueno, yo también quiero mostrarte algo que seguro nadie aquí tiene.
A los días él la sorprendió con un bulto:
-Mirá, aquí guardo mis tesoros. Los fui juntando por años y no los vendo ni por un millón- y desatándolo, extendió sobre el suelo una alfombra de caracoles de mar. Aurorita eligió uno después de examinar esas joyas con las manos asombradas y se lo puso al oído.
-¿Escuchás el secreto que tiene para vos? Allá dicen que cuando alguien encuentra su caracol entre muchos, éste le revela una verdad que nadie más sabe.
Y la voz del caracol fue clara:
-Te quiero, te quiero, te quieroooooo…
Pero el eco del amor desbordado sonó con la energía de un potro salvaje que se echó a andar en una carrera veloz, se metió entre los callejones del cañaveral, tomó el camino de tierra a toda velocidad y golpeó con fuerza en la casa de Aurorita, donde el padre no pudo dejar de oírlo. A las pocas horas, la muchacha desataba su caudal de dolor ante la mole insensible en que se había convertido la otrora ternura del hombre:
-Pero Tata, dígame por qué no quiere que lo vea ni que hable más con él. ¡Dígame, dígame, por favor!
-Porque no. ¡Con el hijo de los Rodríguez, no! ¡Y obedezca m’hija! Es por su bien. Ya no pregunte más.
Tantos años en el surco, sin embargo, no habían endurecido el corazón del hombre, que sufría y se ahogaba de impotencia ante los caprichos de la vida y la mala suerte de la niña. Pero si algo le habían enseñado las cañas era que la rueda de los días no se detenía nunca y que en su andar, se llevaba todo con ella: las penas, la ilusión y el amor. Y también las ganas. A veces hacía estragos a su paso y se llevaba hasta lo que uno no quería perder; con todo, ése era el secreto del juego: aceptar con resignación ese movimiento incansable y sabio, que algunos llamaban vida, y que lo llevaba a uno justamente donde y con quien debía estar. También a la pobre niña se le enfriaría el alma alguna vez y el dolor dejaría de quemarla- pensaba mientras hacía rodar en eternos círculos las mulas que levantaban la contracarga de la balanza de pesaje de caña.
Y cobijado en esa muralla de ancestral sabiduría e ingenuidad, no fue capaz de reparar en que se enfrentaba a un torrente cuyo ímpetu no podría detener, a pesar de su voluntad. El amor de los jóvenes comenzó entonces a correr en el agua de la lluvia desbordada de enero, buscando el cauce de algún río, esquivando el llamado de la tierra agrietada. Y en la danza de los pirpintos de verano alrededor de las corolas encendidas de las flores silvestres del monte. Hasta en los animales que escaparon de los establos con la sangre enloquecida. Nadie pudo detenerlo. Nada.
Aurorita languidecía de día y se consumía. Más que distante, ausente, aceptó la orden de nunca volver a preguntar pero también se llamó a silencio. Apenas comía y aceptaba algo de beber para no contrariar más la preocupación paterna. Un mediodía en que el sol partía la tierra, alguien advirtió que dejó de verse su sombra y entonces la familia que alguna vez la había amparado, redobló su amor y sus cuidados: a la niña, el milagro del afecto siempre le había curado todo. Y sin querer, el recuerdo sepultado de lo acaecido quince años atrás se abrió paso como un cadáver resucitado para enturbiarles la paz.
Poco a poco, la joven cayó en cama sólo para dejarse estar, como si hubiese comenzado a vivir bajo otro cielo. Aunque durante el día todos estaban atentos a lo que pudiera requerir, relajaban su preocupación por la noche, para dejarla descansar sola hasta que ese extraño mal se le fuera con el reposo del cuerpo y la dolida aceptación del alma. Era cuestión de tiempo, no más: él era el mejor doctor en las cuestiones de un corazón tierno.
Por esos días, el pueblo perdió otra vez la calma. De nuevo los testigos, el corrillo de chismes, las exageraciones. Sólo que esta vez todos coincidían, palabras más palabras menos, en que un ruido de cadenas arrastradas y un galope como de mil yeguas enardecidas les venía rompiendo el sueño de la medianoche. Nadie había visto nada aún pero ya se organizarían para develar a los vándalos.
A pesar del esmero de la familia, Aurorita empeoraba. Entre la palidez y la marcada pérdida de peso, parecía que su rostro adquiriera nuevas facciones, más agudas y alargadas. Los días hacían innegable la transformación:
-Mamá, vaya, mírela: está quedando puro ojos- comentó un amanecer el hermano mayor, después de acercarle el desayuno.
-Aurorita siempre ha tenido los ojos grandes, hijo. Y ahora, con lo flaca que está, se le notan más.
-Sí, cierto. Pero me ha impresionado. Como que no fuera ella… Ya no es la Aurorita de antes.
El viernes siguiente, a la medianoche, la bestia se dejó ver por varios vecinos. Pasó enfurecida, les pareció a algunos. Otros decían que iba huyendo de algo, como enloquecida de dolor. Tal vez del fuego que le salía de los belfos, de la boca y de los ojos. Que gritaba o lloraba como una mujer castigada, como un alma desperada, que relinchaba, que era una pero parecía un tropel. Y arrastraba una cadena o algo así, brillante como plata al reflejo de la luna; los vasos como oro le centellaban en la polvareda de su estampida. Pasó en una carrera infernal y se perdió en un callejón de las cañas.
Inútil seguirla. No había ser humano que pudiera dar con su rastro. No era cosa de este mundo, aunque había que hacer algo.
-Es la mulánima. Sólo un valiente, un puro de corazón, un hombre de fe puede salvarla y salvarnos. A las doce en punto, tiene que esperarla y abordándola, cortarle una oreja. Únicamente su propia sangre derramada la liberará de la maldición- sentenció parco en palabras el Viejo Reyes, quien nunca hablaba ni trataba con nadie más que con los espíritus. A él habían acudido los hombres del pueblo dominados por el terror de no saber a qué se enfrentaban y, menos, cómo doblegarlo.
¿Quién sería el valiente? Un alma noble, un puro. Sólo uno: el padre de la Aurorita. No se negó, no hubo que insistir. Así era él, siempre dispuesto, aunque la hija amaneció mal al día siguiente. Ardía en fiebre, se revolvía en la cama. Los ojos, muy abiertos, parecían mirar el vacío. Inútiles fueron los paños con vinagre, los baños de agua tibia, las oraciones de la madre. Las horas la sosegaron pero la fiebre no cedía. A la mañana, bien temprano, la llevarían al médico.
Esa medianoche el hombre se vistió de coraje y parándose en la encrucijada de los dos caminos mayores del pueblerío, sólo con un puñal de plata en la mano derecha y la compañía de todos los vecinos a ambos lados, se sintió fuerte y capaz de pelear con el mismo diablo. Quizá así Dios lo recompensara devolviéndole a su hija la salud del cuerpo y el alma. No temía. Ya había visto la obra del Maldito dieciséis años atrás y lo había vencido.
El engendro apareció puntual. Traía el ruido del infierno entre los cascos que despedían chispas. Era una llamarada que aplanaba todo a su paso. Rugía, gritaba con agonía de mujer atormentada, su relincho era un lamento inconsolable. Todos sintieron su dolor y lloraron con ella. ¡Pobrecita! Junto a la cadena gruesa de plata que quemaba todo a su paso, arrastraba una pena terrible. Y de pronto ya nadie le temía sino que les daba una infinita lástima, un deseo de amansarla y aliviarla.
Bien parado en las dos piernas abiertas y afirmadas al suelo, con los brazos en cruz, el hombre le salió al paso y, al llegar a él, el animal se paró en seco, manso, como entregado, esperando el corte certero que acabó con la oreja desgarrada en la mano ensangrentada del valiente. A él le pareció que la bestia se detuvo a mirarlo y el alma se le puso en pelos de punta. Un dolor inhumano le perforó las entrañas, como si se hubiera herido a sí mismo. Luego emprendió el galope y se alejó para perderse en la noche que cayó oscura de golpe, como un telón de tinieblas.
De regreso a su casa, los gritos de su mujer lo llamaron a la carrera.
-¡La Aurorita¡ ¡La Aurorita!
La niña yacía en la cama, cubierta de sangre, inerte. Bajo el largo pelo oscuro, junto a la mejilla derecha, un profundo tajo delataba el secreto de la paz conquistada en su sonrisa.
LA CALESITA
Cansado de volar toda la noche, con las primeras luces del amanecer comenzó a buscar un lugar donde detenerse. El cielo de invierno parecía una enorme seda destejiéndose en vetas multicolores de fluorescentes hilos rosas, lilas, celestes y amarillos; una que otra línea blanca, como enhebrándolos, y una luz de fondo, realzaban la composición del conjunto, a la vez que lo iluminaban como si fuera el enorme telón de un escenario donde se montaba un espectáculo visual. El sol, levantándose, con la lentitud de un gigante escarabajo de oro en el horizonte verde oscuro del cañaveral, completaba la increíble belleza de un paisaje que él no había visto antes.
-Es raro – se dijo-. Con los años que llevo allá, jamás había visto un cielo como éste.
Y dejándose llevar por la magia de la novedad, decidió que allí se detendría mientras aminoraba la velocidad del vuelo y enfocaba un punto exacto donde aterrizar. Todo el poblado era aún un monte de sombras sin definir, excepto por un triángulo de luz que proyectaba la única lámpara encendida. Captada inmediatamente su atención, hacia allí se dirigió y un rápido examen lo hizo sentirse muy a gusto: las fantásticas siluetas de una calesita le dieron la bienvenida. Entre los caballitos de madera y los cisnes, encontró un coche antiguo en el que se acomodó con algo de trabajo, buscando no golpear aún más el ala herida. Pronto se relajó y se quedó dormido.
La primera luz del día trajo también los ruidos de la faena matinal. Con una escoba de afata una anciana dibujaba el rastro de un zigzagueante diseño en el patio de tierra, arrastrando en su rítmico desliz la alfombra de las hojas amarillas de los paraísos. El acompasado vaivén lo despertó y le permitió ser el primero en ver y pensar qué haría. No podía descubrirse ante un humano y menos aún en la condición desvalida en la que se encontraba; de modo que la decisión de esconderse fue rápida pero innecesaria: la viejita bordeó con la escoba el círculo del carromato pero no reparó su atención en el enorme ser alado que se ocultaba de su vista, como si la calesita fuera un obstáculo que había que esquivar necesariamente y nada más. Sólo estaba ahí, y lo estuvo por años; mejor no mirarlo para no recordar, para no empezar tan temprano a renegar del hijo que lo tenía abandonado y que aún no regresaba de la juerga de la noche anterior. ¡Tan distinto al difunto padre…! El hombre lo había comprado a su patrón sudando centavo tras centavo, año a año, recogiendo las latas de la kermés donde los ilusos desafiaban a la suerte, desarmando y armando en cada pueblo el chaperío con que otro amasaba su fortuna, cuidando siempre que el mecanismo de los juegos no fallara para que los demás no dejaran de sonreír. Un buen día el dueño le dijo: -Estoy cansado. Me voy a casa. Y se lo vendió en parte y se lo regaló en otra, no tanto porque fuera muy generoso o reconociera sus años de honesta entrega al trabajo, sino porque estaba solo en el mundo y pensó que así despistaría a la muerte, que andaría buscándolo por los caminos mientras él tácticamente se exiliaba entre cuatro paredes, sobre una cama aferrada por fin al suelo… Un suelo, firme, que de una vez por todas dejaría de rodar bajo sus pies.
La que rodó por años fue la calesita. De ciudad en ciudad primero, mientras se conservaba, luego de poblado en poblado cuando el hombre no pudo ya borrar las huellas del tiempo en la pintura descascarada y maltratada por tanto uso, tanta lluvia y tanto sol. Solos, a pesar de la sangre joven y fuerte del hijo, no pudieron hacer nada más que sentarse a suspirar viendo cómo la vida empacaba en su maleta de viaje sus sueños de hacer plata. También ellos rodaron hasta que sus huesos avejentados buscaron el descanso y un buen día llegaron al pueblito del cañaveral, donde sin querer se detendrían: el padre, para siempre; la madre, abrigando la esperanza de que el hijo sentara cabeza cuando se cansase de las riñas, de la taba y el vino, Y de alguna querida, de vez en cuando.
Barrer y arrancar los yuyos nuevos que se atrevían a avanzar sobre el terreno de la calesita llenaba buena parte de las horas de las mañanas de la vieja, luego era regar la chacrita, atender a los animales y al fin, la hora de preparar la comida. Aunque la mayoría de los días comía sola porque el hijo dormía para reponerse del desvelo hasta el atardecer, en que otra vez se levantaba y volvía a salir a “buscar platita”- como decía para excusarse ante los reproches de la anciana que, entre protestas vanas, seguía dándole billete tras billete de los menguantes ahorros de toda su vida. Quería creer en el hijo. Quizá realmente un día hiciera plata, mucha plata, de una vez y no sudando como el pobre viejo, que vino a morir tan lejos del hogar- ¿El hogar? ¿Qué era eso? Ya ni recordaba dónde estaba. Quizá cincuenta años atrás, en la casa de sus padres, en algún lugar perdido de Buenos Aires o del sur. Ya ni sabía-. La verdad era que día a día el joven disfrazaba hasta el anochecer el revés de la fortuna, cuando salía recompuesto a tentar nuevamente la suerte que algún día, por perseverante, le tocaría. La mentira era la que ella se prestaba a creer porque quería irse de ahí. Odiaba ese pueblo al que una vez habían llegado de casualidad y del que ahora no podían irse como una maldición. Ella se había hecho con los años, a la noche, a la alegría, a la fiesta, a la risa, que de a poco fue perdiendo para parecerse a ellos, esos negritos de oscuros ojos largos y pómulos salidos, que la miraban callados por detrás de las vallas de la calesita sin preguntarle nada, sin hacer nada más que hurgar desde lejos las descoloridas figuras de madera, resignados a lo que la vida no les daba.
Recordaba la primera noche que abrieron el parque; todavía era linda y algo quedaba de su ajada juventud. Pero no entró nadie. Desde afuera, los grandes con los chicos, que se habían puestos las mejores ropas para asistir a la novedad, no hacían más que mirar. Esperaron un buen rato y comenzó a preocuparles tanto concentrado recato. El marido dio la orden:
-Andá, acercáte. Invitálos a entrar. Amansálos. Parecen salvajes que nunca antes vieron una calesita.
Y así era porque jamás el pueblito había recibido la visita de ningún entretenimiento. O por lo menos, que ellos tuviesen memoria.
Pero cuando ella se acercó para decirles eso, sonriente y vestida con alegres ropas de colores vivos, bien maquillada y con unos bucles de ruleros que rebotaban al compás de sus pasos, uno se atrevió a contestar con mucho respeto:
-Muchas gracias, señora. Pero no’mos cobrao todavía. Recién en mayo empieza la zafra.
Como un castigo del cielo por haberse dicho “y a mí qué me importa la zafra ni nada, yo de eso no entiendo; el que no paga no entra y punto…” se rompió el motor de la calesita y nunca más pudieron arreglarlo. Luego la depresión, la enfermedad del marido, la triste vejez… Mientras arrancaba los pastos rusos que se abrían paso entre los hierros del carromato, maldecía el día aciago en que llegaron al lugar que les había abierto los brazos como su tumba.
El ángel supo todo esto con sólo mirar el gesto reconcentrado de la anciana en el suelo, que despejaba de tierra y yuyos. Absorbió su silueta doblegada por los años, el curioso aspecto de su cabeza envuelta en un pañuelo oscuro en conjunto con el luto que vestía, el pelo blanco sobresaliéndole por los hombros, las manos trabajadas por los años en surcos de arrugas, las medias azules, las alpargatas… Sintió pena del contenido dolor ajeno y mientras día a día se recuperaba de la herida, viendo desde su escondite, amanecer tras amanecer, el sostenido tesón de limpiar el patio y el alma de tanto polvo y tanto sinsabor, le creció el impulso de hacer algo por ella. Lo merecía. En el fondo, tenía el alma limpia. Y los ángeles estaban para eso, después de todo. Aunque la última vez se había prometido no intervenir en cuestiones humanas. Aunque la última vez el golpe de la desilusión había sido tan fuerte que se dijera a sí mismo que mejor dejar a cada cual con su merecido, que se las arreglaran solos, que los humanos eran estúpidos, olvidadizos, ingratos… Que su lugar era el cielo y no la tierra y a cada cual lo suyo. Que mil razones para ser un ángel y volar alto y nada más…
Pero algo en la anciana le despertó la ternura y no pudo con el impulso que le brotó de la esencia de su alma.
Y allí se le plantó una buena mañana, adoptando la postura que mejor convenía a un ángel para no asustar a un humano. Tan ensimismada en sus pensamientos iba la señora barriendo de acá para allá, que él dudó si estaba en su condición de visible o invisible. Pero cierto malestar en el ala reestablecida le aseguró que estaba materializado y sólo esperó con paciencia, hasta que la sorpresa de una pregunta lo despabiló:
-¿Va a estar toda la mañana parado o se va a correr para dejarme barrer?- lo inquirió la viejita sin levantar la cabeza.
-Míreme y verá con quién habla - dijo él ceremoniosamente.
-Ya lo sé. Muchas criaturas como usted vienen a buscar trabajo acá, para disimularse en la calesita: ladrones que huyen de la policía, maridos arrepentidos con cara de corderos, alguna noviecita fugada de su casa… Pero la calesita ya no funciona y no hay nada que hacer.
-Soy un ángel –repuso él con el tono más solemne que convenía a la ocasión y puso su mejor cara de tal.
-Sí. Ya escuché eso antes. ¿Qué quiere? ¿Me estoy por morir? Hace tiempo que no le tengo tiempo a la muerte. Me haría un favor - lo enfrentó ella mirándolo por primera vez.
Semejante personalidad en una pobre anciana lo desubicó. Con rapidez, revisó mentalmente su protocolo de ángel: no recordaba ningún caso así. Sólo los demonios se enfrentaban a un ángel de esa manera. Pero él había percibido en ella otra cosa y recordó algo de lo que últimamente había aprendido sobre los humanos: eran a menudo ilógicos e impredecibles y, de ser necesario, disfrazaban sus sentimientos según la conveniencia. En la viejita él había visto la bondad y el dolor. Esto debía ser sólo una coraza. Y fue consecuente con este razonamiento:
-Quiero ayudarla.
Ella ni le contestó y siguió limpiando. La escena se repitió una y otra vez, cada mañana y él siempre hablándole al silencio:
-Quiero ayudarla.
Pero su tenacidad de ángel pudo más o ella, buscando espantarlo, le dijo un día:
-Bueno, ayúdeme a quemar la basura. ¿Sabe prender fuego?
Y al verlo un buen rato enredado con las alas entre las ramas secas pero empecinado y diligente, no pudo más que soltar una carcajada fresca y poniéndose a ayudarlo le dijo:
-Mire, se arma una pila de ramitas chicas primero. Si tiene papel, mejor. Después las enciende y una vez que la llama es fuerte, le va arrimando las más grandes. Y listo. ¿Entiende?
Agachados los dos, haciendo el fuego juntos, mientras él renegaba interiormente de meterse donde no lo habían llamado, ella se sintió nodriza y madre otra vez y poco a poco fueron despertándosele las fibras de su protector corazón de mujer. Era lindo el muchachón. Enorme, rubio, albino, sin color en la piel, como despidiendo una luz de la ropa blanca y suelta, parecía una paloma gigante en extraña acrobacia soplando en cuclillas el milagro del fuego creciente.
De allí en más, ella bajó la guardia y se dejó acompañar en todos los quehaceres. El almuerzo compartido tuvo ese día un sabor especial. Y a la jornada siguiente comenzó a pensar qué cocinar, como en los mejores tiempos en que sentía el deber de cuidar de un hombre y mimarlo con la comida. A la semana llegó incluso a agasajarlo con humita en chala, rallando choclos toda la mañana. Ese mediodía hasta brindaron con vino para celebrar las ganas de hacer y de vivir que le iban volviendo.
Y los cielos se confabularon para que nadie más que ella viera al ángel. Lo que sí veían los hombres y las familias, al volver a la tarde de la cosecha, macheta en mano, las ropas mugrientas, el alma cansada, era que pronto la calesita iba renovándose y hasta parecía pronta a rodar otra vez. Las figuras, una a una, iban recuperando su color a medida que pasaban los días. Tantos años en ruinas que los más chicos ni sabían de qué se trataba ese montón de fierros viejos. – Una calesita, caballitos que dan vueltas y música- les explicaban los padres. Y más de uno comenzó a ser feliz anticipadamente pensando que por fin habría algo nuevo en el cañaveral.
Ajeno a todo, una rara mañana de lucidez, el hijo inquirió a la anciana ante el espectáculo de la calesita restaurada a nueva:
-No pasa nada. Esta noche se abre otra vez. Hacé correr la voz- se limitó a decir ella y dio por cerrado el diálogo.
El frío de la noche de junio no impidió que el mundo entero se congregara. Nunca la anciana había imaginado que hubiera tanta gente en ese pueblo fantasma. Y se esmeró para ponerse linda como mucho tiempo atrás, hasta se pintó los labios y se colgó unos aros que guardara alguna vez para la demorada nuera. Volvió a sonreír y parada en la entrada, recibió con gesto amable a los changuitos que le comenzaron a parecer hasta simpáticos, con sus ropas ajadas pero limpias y prolijas.
La fiesta duró noche tras noche. Y el desusado mecanismo de la calesita pareció aceitarse con la alegría que causaba en chicos y grandes. De a poco, otros entretenimientos aumentaron el encanto de ese lugar que les daba la oportunidad de ganar plata sin dejar el alma como en la caña. El brillo en los ojos oscuros de los niños, las sonrisas de ambición de los padres amontonando fichas en la ruleta, la esperanza pintada en la mirada compañera de las mujeres, las familias unidas cada noche apostando a los números de la suerte y dejando moneda tras monea en las latas, los disparos o el martillo…
El ángel miraba desde lejos, sorprendido de ver cómo cosas tan simples les irradiaban, por momentos, destellos divinos a los rostros humanos. Quizá no todo estuviera perdido y aún el bien era el infalible motor que regía la enorme maquinaria del universo.
A la par del reiniciado movimiento, con las semanas llegó la prosperidad. Nunca la anciana había tenido que contar y guardar tanto dinero. Nunca el hijo había sido tan cariñoso y solícito en asistirla y en ingeniarse en cómo invertirlo en los días por venir, que seguro le faltarían para darse todos los gustos que se merecía. Sus manos, vírgenes de todo desgaste, pronto comenzaron a brillar en el oro de las alhajas con que ostentó el buen revés de la fortuna; a mantener sin arrugas ni pelusas los diferentes trajes que vestía cada día con improvisada elegancia, a conducir los propios y costosos vehículos que facilitaron su tarea de administrador y guardián de la creciente riqueza.
Un sábado de luna llena, a alguien se le ocurrió que para que la fiesta fuera completa, había que brindar. Tinto, ginebra, cerveza, lo mismo daba. Y abrazados, cantando, riendo, el cañaveral fue por horas, el paraíso. Y así, noche tras noche, todos se codeaban con la felicidad. Menos la anciana, que a pesar del ruido, escuchó el silencioso lamento de su corazón más solo que nunca. Y luego, tampoco la mujer que debió escuchar del marido que había perdido toda la paga de la cosecha porque nunca salió el maldito 17, que ya, que ya salía y nada al final. Pronto, tampoco los niños, que no entendían por qué ya no podían dar vueltas toda las noches –y quizás nunca más- en los autitos antiguos, con lo lindo que eran y encima, tomar sólo mate cocido al mediodía. Y menos los más jóvenes, que de tanto alcoholizado desvelo iban siendo suplantados por los golondrinas de otros lares, que sí querían trabajar y macheteaban como endemoniados de sol a sol cientos de surcos. Y nunca más el hijo, que un día antes del amanecer, se topó de frente con la Muerte que venía en contramano en un Java camino a la ciudad. Y, de a poco, también el ángel dejó de sonreír.
Una mañana, una pedrada y un griterío lo despertaron:
-¡Mirá ese pajarraco!-exclamó la voz de un niño.
-¡Qué bicho raro, che!- se admiraba otro, a medida que avanzaban con sigilo.
-Probemos con la honda mejor, no vaya a ser peligroso.
Y recogiendo sus alas para esquivar las piedras de las despiadadas armas, alzó rápido el vuelo.
María Gabriela De Boeck
EL CASAMIENTO
“La María Angélica”- como todos la llamaban en el pueblo- iba a casarse un sábado 27 de enero. Un poco porque le gustaba ese día y otro por obligación del cielo. La luna entraba el 25 en cuarto creciente, que es cuando acompaña desde arriba todo lo que los hombres inician en la tierra para hacerlo crecer y prosperar. Así se lo había dicho la abuela Leocadia cuando le fue a consultar por José Manuel Morell, el muchacho que le quitaba las ganas de comer y de dormir:
-El mocito te quiere en serio. Pero vos no le digás sí de entrada; con los hombres hay que hacerse la difícil al principio para que no se asusten o se agranden. Sos la muchacha más linda y buena de este pueblo así que no tengás miedo; no te va a dejar escapar porque éste y el padre saben cuál es buena pieza.
-Las chicas me han dicho que se ve que no le importo gran cosa; si no, se me acercaría. Siempre me mira de lejos y cuando yo le devuelvo la mirada, baja la cabeza. Si será zonzo…
Y la abuela Leocadia, poniendo de pie trabajosamente su pesado cuerpo y arrastrando las descomunales piernas cansadas con la ayuda de un bastón, había arrojado apurada en el piso de tierra el agua del plato después de ver, como en un espejo, los entretelones del amor por venir. Afuera la estaban esperando impacientes en las miradas urgidas de las madres varias paletillas, ojeaduras y sustos por curar. Ya despidiéndola, le advirtió:
-Cuidáte de esas chicas; no son amigas. Y cuando te casés, hija, que la luna esté en creciente, acordáte. Agua, mucha agua veo. Vaya a saber si es bueno.
Y el tiempo pasó como les pasa a los que descubren el amor. Los jóvenes habían ido alimentando el sentimiento mutuo que crecía con cada mirada y, casi sin darse cuenta, le habían dejado tomar vida propia y rodar vertiginosamente hasta dar con su meta: ya el muchacho la había hablado, ya la había pedido a los padres y la visitaba formalmente, ya las familias se reunían para acordar los preparativos de la fiesta de casamiento… Y todo en cuestión de meses.
¡La fiesta! Tenía que ser magnífica: ella era la última de cinco hermanas mujeres, él era el primero, único varón y heredero de cientos y cientos de hectáreas de cañaveral. “¿Hasta dónde son las tierras de los Morell?” – preguntaba algún sorprendido ante la inmensa alfombra de verde nuevo y perfecto que cerraba la vista antes de la cosecha. “Hasta donde su vista alcance, de acá a cinco horas de viaje a la redonda”- solían responder. Padre e hijo, sin embargo, tenían la rara virtud de la humildad junto a la fortuna y guardaban el debido respeto por los brazos y los hombres que alimentaban zafra a zafra, el vigor de sus cañaverales.
La María Angélica era un sol. Hermosa, con finos y aristocráticos rasgos que bien podían hacerla tomar por una princesa de una monarquía europea, graciosa de natural y hábil para el diálogo y las amistades, no parecía estar totalmente conciente de su encanto. O no le importaba más de lo necesario y útil. Con todo, en cada cosecha, a la par de sus hermanas y de su padre, macheta en mano, enfrentaba las escarchadas hojas que le rehuían como cuchillos asustados desde las cañas y que, aunque pocas, ellos también tenían.
-¿No le da lástima que sus hijas vayan a hachar caña, con lo lindas que son? – incomodaba algún vecino indiscreto con preguntar.
- Vea don, yo soy un hombre bruto. Sólo sé trabajar. ¿Qué más les puedo enseñar a mis hijas?- se excusaba el padre que, aunque no lo decía, año a año, masticaba la bronca de no poder pagar las máquinas que hacían en horas la cosecha que a ellos les llevaba semanas.
Y aunque en una manera difícil de entender para alguien ajeno a la vida del cañaveral, el trabajo del surco les daba dignidad y los impulsaba en esa escalera tendida hacia sus sueños. Y la María Angélica también tenía los suyos: un innato sentido de la estética la animaba a querer vestirse como las modelos de las revistas que una tía empleada doméstica en la ciudad les mandaba mes a mes, “para que se entretengan las chicas”, decía. Glamorosas, etéreas, divinas, las ninfas de papel encarnaban sus aspiraciones de coquetería más inmediatas. Impulsados entonces por tal o cual vestido lleno de piedras y gasas o por unas sandalias de piel de leopardo, los brazos de la María Angélica se transformaban en ágiles y certeros filos que surco a surco derribaban a su paso la caña parada. Cada fin de jornada, irreconocible por el tinte negro del hollín y de la malhoja quemada que la ocultaba hasta los pies, disfrazada cual beduino, cubiertas su cara y su cabeza con trapos y con ropa de faena protegiéndole brazos y piernas, se adivinaba la juventud de sus ilusiones en el rostro cansado pero feliz, después de haber volteado cientos de plantas quemadas.
El casamiento debía ser inolvidable, inigualable, nada parecido ni antes ni después. No por soberbia sino porque se lo merecían y la vida acompaña a quienes celebran sus dones. Todos estarían invitados y chocarían las copas de buen vino el cañero y el peón; llegarían en zorras y sulkys las familias del surco, los patrones en las cuatro por cuatro, algunos amigos a caballo y otros en moto, en autos, a pie, nadie faltaría. Parientes de la ciudad y de otras provincias que habían partido en busca de mejores trabajos, amigos copetudos de la familia del novio, vecinos de antaño… el casamiento de la María Angélica iba a hacer historia y daría que hablar en las mateadas por mucho tiempo. Cientos de aves, lechones, terneros, corderos… la comida era lo de menos; si hasta sobraban las comedidas que se ofrecían a ayudar para armar las empanadas. La fiesta sería en la casona de los Morell, que tenían su propia cancha de fútbol y el mejor pasto para los picaditos. Comenzaría al anochecer y duraría hasta que las piernas dijeran basta. Tres bandas estaban ya habladas y se habían ofrecido gratis otros tantos cantores. También querían bailar algunas academias de folclore… Era difícil pensar que tanto festejo pudiera caber en una sola noche. Así es la gente del cañaveral: de todo, con todo. O nada.
El gran tema a definir por último era el vestido. Ella había ahorrado toda su ganancia de la cosecha para compararse el vestido de novia más bonito que hubiera en Tucumán y hasta se había dado el lujo de negarse a recibirlo como regalo del suegro:
-Cuando yo me case con su hijo, usted va a ser como mi padre. Ahora quiero llegar al altar con lo que aprendí del mío: lo ganaré con mi trabajo- le había dicho en esa ocasión, haciendo rebosar el corazón del hombre ante ese temple de mujer, pronto su nuera.
Y como toda joven ilusionada, también la María Angélica quería compartir con sus amigas esa dicha nueva que se le desbordaba y que era demasiada para ella sola. Había olvidado ya las palabras de la abuela Leocadia o les había restado crédito pero lo cierto es que no les ocultó nada de los preparativos de la boda ni del torbellino de gratas emociones que la embargaban. Las muchachas no eran malas; sólo obedecían con naturalidad a esa condición de la mujer que la lleva a anhelar para sí lo que a otra le toca en suerte y a ella no. Y a la María Angélica le había tocado todo: era linda, simpática, ponía empeño para conseguir lo que quería y ahora se casaba con un señorito de plata. ¡Demasiado para una sola! En esa creciente conciencia de lo que no tendrían ni serían nunca ellas, cada gesto de la favorecida fue haciéndoseles odioso, aunque disimulaban su disgusto con más presunto interés cuanta más envidia les causaba la buena estrella de la amiga.
-¿Qué les parece este modelo? Siempre he soñado con llevar una cola muy larga- les preguntaba extendiéndole el boceto de un vestido y haciéndose la que caminaba erguida custodiada por un real séquito de niños.
-¡Ay María Angélica, no seas tonta! Se te va a llenar de bichos la tela; mirá que es blanca y la van a confundir con la luz. ¡No, ni se te ocurra! Y aparte, con la tierra de acá, va a parecer que andás barriendo el suelo. Vos confiá en nosotras, ya vas a ver.
Y así, uno a uno, los dibujos del vestido de la novia eran desalentados por las muchachas… que eso ahora no se usa, que mi abuela tenía uno igualito en la foto marrón de su boda, que esos frunces te van a hacer gorda porque vos sos un poco caderona, que vas a parecer una gallina con pantalones con esos tules, que ese corte te va a hacer parecer más alta que el petiso de tu novio… Nada venía bien para la novia en la mirada envidiosa de las amigas.
Aunque algo resentidas sus ilusiones con las opiniones de las jóvenes, la María Angélica no dudó en mostrarles el que sería su dormitorio en la casa de los Morell y aún, cuando por fin lo tuvo, el vestido, probándoselo con una sonrisa radiante para recibir su beneplácito.
- Te queda bien. Pero hacé un poco de dieta hasta la fiesta para que disimulés esos rollitos- y ése fue todo el comentario, mientras observaban que se lo quitaba con mucho cuidado para colocarlo, plegado, en una preciosa caja de seda en el guardarropas.
La novia no le dio mayor importancia al asunto, aunque se sintió algo molesta. Pero pronto recobró el entusiasmo y se concentró en tal o cual cuestión que faltaba definir. Las chicas decidieron recrudecer la ofensiva, siempre por el bien de su amiga y así atacaron la fortaleza de su ánimo por todos sus flancos con comentarios ya francamente maliciosos que le lanzaban, cual mortales dardos:
-Mirá, te contamos esto porque estamos asustadas; no sabemos si será verdad pero por las dudas, para que no estés desprevenida. Dicen que hasta Tacanas llegó la voz de que dos días antes de tu fiesta, como para aprovechar que tienen que quedarse para el casamiento, van a hacer las riñas. Y que van a venir galleros y gente de hasta El Charco y El Puesto. Que al lado de la casa de tu suegro van a armar los bretes y que habrá venta de bebida y comida…
Sin darle importancia, la novia no se dejaba preocupar demasiado por las fantasías nacidas de lo que creía celos y esto frustraba más a las malintencionadas amistades:
-Me voy a sentir como las famosas de la tele si vienen de todas partes, entonces…- y se reía con toda frescura.
Con los días los ataques fueron recrudeciendo, dando muestra de la fértil imaginación de las muchachas para impedir la cercana pero ajena felicidad. Se hacían eco de los falsos chismes y comentarios de la gente, para defender a la María Angélica: que se casaba por interés con el chico de los Morell, que el padre la había cambiado por tierras, que por fin se daba el gusto de juntarse con los ricachones y se había salido con la suya porque siempre se había dado aires de ser más pero que no le duraría… Poco dejaron por inventar y poner en bocas inexistentes lo que gritaban sus corazones. Un día, sin embargo, fueron muy lejos: escribieron con letra falsa una carta que la supuesta novia verdadera de José Manuel le mandaba a él anunciándole su embarazo y que ellas, por suerte, habían logrado interceptar para que no llegara a destino e impidiera el casamiento.
Eso fue ya intolerable para el alma buena de la María Angélica, que les retiró su trato con el dolor de aquellos afectos que se pierden para siempre. A pesar de todo, era fuerte y pudo sobreponerse a la tristeza y a la traición valorando la solicitud, el cariño y el buen ánimo con que todos se ocupaban de los preparativos. Parecía que la suya iba a ser una fiesta del pueblo, una verdadera fiesta. Ya faltaban días para que uniera por siempre su vida a la de su buen novio y nada parecía oponerse ni que fuera a fallar. Volvió a recordar a la abuela Leocadia: sin dudas, era la luna creciente que la estaba acompañando para bien.
Por fin llegó el 26. Y todo estaba listo. Era cuestión de horas y de disfrutar la bendición de días tan templados en pleno verano. Parecía primavera y hasta –imposible- había un suave olor a lapachos en el cielo limpio y liviano. El clima ideal para una fiesta al aire libre. Y así amaneció el 27 que desde temprano instaló el clima de celebración en la casa. Entre terminar esto o aquello, acomodar las mesas en la cancha, probar los aparatos de sonido, los brindis adelantados y generosos, los padres que iban y venían organizándolo todo… Ya eso de por sí era un festejo y la felicidad se había detenido por unas horas en el cañaveral.
Pero a eso de las ocho de la noche unos nubarrones negros comenzaron a acercarse desde el sur. La luz mortecina del anochecer se oscureció totalmente, a la par que un viento frío empezó a soplar primero como una premonición y luego con una certeza violenta. La novia, ya vestida para ir a la iglesia, veía volar con saña las telas blancas de su propio vestido y de los manteles de las mesas, como si las manos de una fuerza oscura quisieran arrancarlos. Pronto pareció una pesadilla cómo sus hermanas corrían de acá para allá para recuperarlos y volverlos a colocar inútilmente. Alguien le colocó un chal pero aún así se quedó un buen rato, tiesa, dejándose mojar por unos goterones enormes de agua helada.
-No te preocupés. Sólo son nubes. Pasan y se acaba el agua- la tranquilizó José Manuel.
Y ella quiso creerle. Por eso se quedó ahí, de su mano cuando empezaron a caer las piedras, primero con timidez y luego con la decisión de una balacera. Tuvieron que empujarlos a la casa; los dos se habían quedado parados a merced del granizo como estatuas de sal, sin poder convencerse de la mala jugada que les hacía el tiempo.
Después de la granizada fue la tormenta, en la que el cielo desplegó toda su artillería. Rayos, truenos, relámpagos estallaban como si en las alturas los seres celestiales libraran una batalla campal contra todos los diablos. Abajo, en la tierra, todos agradecieron estar a cubierto bajo un techo pero temieron en silencio con la misma preocupación de los que dudan de su último día.
Hacía ya un par de horas que llovía torrencialmente. El turno de la iglesia había pasado, imposible salir con los vehículos; el agua hacía como una cortina gris que cerraba la vista a los cinco metros. Un comedido, sin embargo, se animó y dijo que volvería con el cura, que los novios se casaban ese día sí o sí.
La María Angélica, con todo, no lloró. Y rompió esas horas de silencio y estupor para pedirle al padre:
-Papá, hágame un gran favor. Tráigala a la abuela Leocadia. Ella nos va a ayudar.
A la hora, la poderosa anciana entraba ayudada por el padre a la casona que pisaba por primera vez.
-Te ha’ olvidao mi niña de lo que te he dicho- dijo con la sabiduría y la conmiseración del que lo comprende todo.
-Perdóneme. Nunca creí que fueran tan malas- se explicó la novia dejando que se le escaparan las lágrimas contenidas.
-Son muy traviesas esas muchachas. A ver, lleváme al dormitorio y mostráme dónde estaba tu vestido- y la voz de la abuela Leocadia se volvió potente y animada, como la de aquel que encuentra la llave para salir de un encierro.
Sólo las dos se retiraron a la habitación mientras las familias y los íntimos se quedaron esperando con ese gesto de respeto hacia lo sobrenatural que tiene el hombre de campo.
A los minutos, la abuela Leocadia, apoyada en un bastón, seguida de la novia, salía del cuarto llevando un recipiente con agua donde nadaba un sapo muerto.
-Este pícaro se fue a meter en la caja del vestido. ¡Quémenlo bien y que comience la fiesta! - dijo con voz de mando.
Y tan pronto como el nefasto animal comenzaba a arder, el telón de lluvia se abría para que millones de estrellas iluminaran la noche del cañaveral.
María Gabriela De Boeck
VIEJO PIERNAS LARGAS
-¡Viejo Piernas Largas! ¡Apuráte! ¡Mové esas canillas secas!... ¡Flojo, haragán, dale! ¡Corré! ¡Hay cosas por hacer aquí!
Pero Viejo Piernas Largas ya no corre como antes, cuando era joven y la amaba. Ahora deja que la voz le diga todo lo que se le ocurre, que lo rete, que vomite su odio de gorda que no puede moverse. Porque claro, mientras él corría de aquí para allá haciendo de tonto de los mandados, ella amasaba “su” fortuna -¿de quién? ¿de los dos? ¿de ella? ¿de él también?!!! … “¡Ni lo soñés!- le había dicho la gorda hace un tiempo.- Es mi plata, mi esfuerzo, mi sacrificio, mi juventud dejada detrás de este mostrador, mis sueños frustrados para juntar moneda sobre moneda, mi infierno en estas paredes, aguantándote a vos, inútil…” Y la voz seguía hablando del mis y el mis pero ya Viejo Piernas Largas no la escuchaba, a pesar de que desembalaba y acomodaba mercadería delante de ella: con los años había aprendido a ponerse unas orejeras imaginarias a prueba de esa voz chillona que podía gritarle lo que quisiera porque él ya no la escuchaba.
Oír sin escuchar… Extraña habilidad. O quizá un don otorgado por los cielos misericordiosos que lo sabían un pobre infeliz y que sin la gorda y “su plata” se moriría de hambre. Entonces, como los santos que pueden ser flagelados por sus torturadores o envenenados por una serpiente letal sin morir, así también él era capaz de sobrevivir al tormento diario de esa voz vieja, gorda y llena de odio, sin amargarse y sin perder el deseo de tomar cada día a las once su vinito de refrigerio, a escondidas, claro, mientras se iba a acomodar las cosas en el depósito. Luego masticaba hojas de naranjo amargo porque no fuera cosa que ella le oliera el alcohol, de lejos, que para eso se había convertido en un sabueso: si no borraba las huellas del aliento, era capaz de saber si había comido un sándwich de mortadela o de bondiola (que le tenía prohibido por el precio), si andaba haciendo tiempo en el fondo fumando –“¡vicio inútil!”-, si se había quedado hablando con los vecinos del partido de fútbol del domingo, si sus labios habían dicho injurias de ella… A veces Viejo Piernas Largas pensaba que la gorda se estaba volviendo adivina, o más bien bruja, por la maldad, que cada día se le iba agigantando.
-¡Viejo Piernas Largas! ¡Bueno para nada! ¡Rápido! Llevá esto a donde ya sabés y apuráte antes de que alguien te vea…
Y mientras dice eso, los ojos de la mujer vigilan que la sombra flaca y larga de su marido haga los movimientos que ya sabe de memoria: abra la caja, saque los billetes grandes que con suerte pueden llegar a dos o tres, se los meta rápidamente en el bolsillo y se escabulla hacia el interior de la casa. Una vez atravesado el largo caserón, irá hacia el último cuarto, el que era del papá Andrés – su difunto suegro-, correrá la cama ya sin uso, sacará las baldosas puestas sobre un contrapiso falso de tablas, las desplazará y empezará a bajar los escalones: uno, cuatro, siete, diez… de dos en dos porque él tiene las piernas largas… ha bajado allí por tantos años que las piernas se le han ido estirando…. dieciséis, diecinueve, …, ¿cómo eran sus piernas antes de casarse con la gorda? Quizá normales, como las de todos los hombres…. veinticinco, veintiocho, treinta y uno… suficientes…treinta y cuatro, treinta y siete… pero hace ya tantos años que baja y sube a las zancadas que se ha dado cuenta de que cada día le crecen más… La próxima vez probará subiendo y bajando de cuatro en cuatro; eso será la mejor prueba de que sigue estirándose…
Sí, quizá la voz gorda le grite que ya sabe que se queda en el sótano haciendo tiempo, que diez minutos bastan y sobran para que unas piernas viejas y flacas se apuren a guardar sus ahorros en el escondite secreto, que ya conoce de memoria lo que hace sin mirarlo y que por eso mismo en qué andará que se demora tanto, que como su santa madre le decía -¡y ella no supo escucharla, para su desgracia!- era un vago empedernido, amigo del trago y de las malas mañas…¡Ay, por qué no la escuchó, por qué no le hizo caso! Ella, que era la flor y nata del cañaveral, la promesa de los surcos, la princesa de la zafra. Su belleza era mentada en todo Leales, Cruz Alta, Bella Vista, Simoca, Aguilares, Concepción, el este, el sur, los cerros y los llanos y donde quiera que mujeres bonitas se disputaran ser la Reina de la Caña de Azúcar. Tres años consecutivos, tres veces proclamada soberana, honores, regalos, gloria, el mismo gobernador coronándola… ¡El mundo en sus manos…! ¡Quién pudiera!
Y la memoria de la voz gorda se pierde en un laberinto de recuerdos que la llaman sólo para hacerle burla cuando, poseída por el fantasma de los días idos, camina otra vez en su alfombra real llevando el ramo de rosas en las manos, con cuidado paso elegante y majestuoso, evitando enredarse en la cola de sirena del vestido que aprisiona su cintura de avispa inquieta. Sin embargo no es su cintura divito ni sus piernas de Venus -que el discreto tajo lateral deja entrever- lo que fascina en ella; es su pelo: platinado, rizado, hasta la cintura, cual un manto de armiño heredado de sus abuelos europeos. Otra vez quiere acomodárselo, acariciarlo, presumir con él. Y entonces camina hacia el espejo envejecido del comedor…
-¡Maldición! ¡Viejo de porquería, apuráte! ¡Subí ya o te juro que yo misma bajo a ver en qué andas!… -grita, bufa la voz gorda de la reina decadente.
Y mientras Viejo Piernas Largas sigue hundiéndose a zancadas en el escondite, la mano insistente de los recuerdos la acompaña a subir los escalones hacia el palco. Desde allá todo es tan… tan… tan… nada, porque sólo ve la multitud, cientos de rostros, una masa amorfa que la marea y entonces todo empieza a dar vueltas hasta que… hasta que un joven la sostiene y soporta su peso delicado mientras vuelve en sí y puede mirarlo. Y admirarlo: es alto, delgado, castaño, de mirar inquieto y enigmático, parece un príncipe… Amor, primer amor y a primera vista… Todo parece un cuento. Todo es perfecto como en un cuento: el noviazgo, la boda glamorosa, la heredad de la tierra preñada de cañas con que los suegros los obsequian para llenarla de risas de niños, la vida por delante de cara a un futuro inmejorable, los miles de augurios de felicidad a la Reina rubia del Surco y al Príncipe de largas y elegantes piernas que danzan y danzan en mágicos círculos de humo al compás del Danubio Azul…
Y todo fue un cuento.
La amargura le cierra la garganta con la misma contundencia de una piedra sepulcral, tanto que cuando ve la inútil sombra flaca ni siquiera le deja gritarle.
Calma. Mañana es otro día, y otra vez Viejo Piernas Largas bajará al escondite a acrecentar sus ahorros, y tendrá más y más, cada vez más para… para… no está segura pero para hacer algo, algo que cambie las cosas, algo que cambie su vida.
Varios miles debe llevar ya… años y años de juntarlos… adorables, mágicos. Sí, porque esos billetes de la zafra eran mágicos; lo había aprendido con los años de trabajo: primero eran cálidos al tacto, como si estuvieran vivos, irredentos de inmundos por la huella de la malhoja en las manos ennegrecidas y lonjeadas de los obreros del surco; luego, ante su complacida vista, se obraba el milagro y empezaban a sonar como agua cantarina, el tintineo dorado de una moneda cayendo tras otra, las amarillas aguas de una cascada vertiéndose de una fantástica montaña de oro… Era el sonido de la fortuna, inconfundible, maravilloso.
Y entonces, bajo el influjo de la magia, era feliz ella y eran felices esos peones que apenas llegaba el viernes a la tarde, corrían a su almacén, disfrazados y cubiertos de harapos de los pies a la cabeza, machete en mano aún, negros de tierra y hollín de la caña quemada que doblegaban, como si llegaran convocados por encanto a un festejo ancestral, desesperados por cumplir un ritual de vino, palabras desbordadas y risas desconocidas. Y en esa ceremonia imprescindible ella representaba su papel de generosa dispensadora de líquida y purpúrea vida, vino barato de damajuana en jarra (detalle que no venía al caso porque sólo importaba su efecto y la cuenta que jamás perdía):
-Uno más, doñita- pedían las bocas felices de pocos dientes mostrados en su plenitud.
-Sí, cómo no. Para los hombres guapos siempre hay más- y mientras les servía, derrochaba un caudal de auténtica simpatía porque también ella vivía esa fiesta en su ánimo.
Uno más y otro y otro… Vaso a vaso el brillo de los ojos delataba el íntimo influjo, el adormecimiento del recuerdo y de la vida; al tercer o cuarto vaso un destello inconfundible les enceguecía la visión del surco y- ella lo sabía, porque también le pasaba- comenzaban a soñar con otros paisajes, con calles sin tierra y casitas de jardines prolijos, sin cañas a la vista, con mujeres hermosas y flacas, con autos de lujo, con champagne y buena música…
A Viejo Piernas Largas siempre le tocaba el final de la orgía de sueños y desmemoria. Uno a uno sacaba los corpachones borrachos de los peones y los iba apilando afuera, tras las rejas, para que el frío de la noche los despertara y les recordara el camino a casa.
-Ya está, ya los guardé… Vamos a tener que ampliar; ahí ya no entra nada más- la voz de Viejos Piernas Largas la descolgaba de golpe a la realidad.
- Viejo bueno para nada, ¿y para qué me decís a mí? Ocupáte vos. Yo atiendo a los clientes- se desentendió ella.
Viejo Piernas Largas se ocupó, callada y diligentemente, como lo hacía todo él. Por eso a ella no le sorprendió verlo por días ir y venir, trajinar con herramientas, ladrillos, cemento. No le retaceó nada; por el contrario, lejos de parecerle desmesurado, se entusiasmó con la idea del tamaño de sus ahorros… Ya no cabían en el sótano, al que no bajaba desde hacía diez años, desde que la gordura le había empezado a poner las piernas pesadas para las escaleras. Por fin, tanto esfuerzo y sacrificio daban su fruto. Empezó a soñar qué haría una vez que decidiera invertir. Soñó tanto que los días reales se le nublaron como una nebulosa en que sólo veía el sordo desplazarse de la sombra de su marido. Por lo menos, para algo servía; pero no iba a decírselo, no fuera que se agrandara.
Viejo Piernas Largas sigue trabajando en el sótano. Uno… cuatro… ocho… doce…, de cuatro en cuatro escalones y también puede de cinco en cinco, y de diez en diez y es capaz de dejar de pisarlos y sólo apoyarse e impulsarse y dar un gran, gran salto… y volar, salir volando…
Hace días que Viejo Piernas Largas ha desaparecido. Su mujer no parece darse cuenta; los vecinos comentan que está como ausente y con la mirada lejana, como en otro mundo. Sólo contesta con monosílabos: que sí, que no, que …nada. Nadie entiende qué ha sucedido con el hombre, con la mujer; parecían entenderse, a pesar del carácter a veces agrio de ella; uno de esos matrimonios de antes, usted sabe, que sabían llevar las diferencias. Y la vida. Siempre juntos, hasta que la muerte los separe.
Las voces del cañaveral son puro desconcierto ante la policía, que ya ha tomado cartas en el asunto: nadie vio intrusos ni ningún movimiento anormal; nadie escuchó tiros ni gritos ni llanto; nadie recuerda comentario u observación previa que arroje pista alguna. Todo, todo es muy raro.
¿Quién podrá saber que en un escondite se acumula una fortuna acrecentada por veinte años? ¿Y qué sucedió con el hombre que lo construyó? ¿Fue su última decisión, acaso, emparedar el tesoro junto a su amargura y su cruel destino en un acto final de rabia, venganza, desesperanza o justicia póstuma? ¿O tal vez, tras el muro, un hombre flaco, callado y astuto corre feliz por un pasadizo secreto, cavado pacientemente día tras día, por veinte largos años, con un tesoro a cuestas, pero lo suficientemente liviano como para dar zancadas hacia el mismo cielo?
María Gabriela De Boeck
Breve nota biográfica de la autora:
María Gabriela De Boeck nació en San Miguel de Tucumán el 4 de julio de 1.970. Es Profesora y Licenciada en Letras, egresada de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán.
Ha ejercido la docencia secundaria y superior, especializándose en Didáctica de la Lengua para la Escuela Primaria. En su formación académica se destaca también su participación en equipos de investigación universitaria (en la U.N.T) sobre la novela histórica argentina del siglo XX, para la cual produjo trabajos que finalmente fueron recopilados en su tesis de Licenciatura titulada LA FICCIONALIZACIÓN DE LA VIDA PRIVADA DE JUAN MANUEL DE ROSAS (EN LA NOVELA ARGENTINA DE REESCRITURA DE LA HISTORIA- 1.990-2.000).
Actualmente, y desde hace doce años, se desempeña como docente de Lengua y Literatura en zonas rurales del interior de la Provincia de Tucumán. De esa experiencia de contacto con el cultivo de la caña y la vida de los poblados en torno a él y su gente, nació su volumen CUENTOS DEL CAÑAVERAL.
La autora participó en numerosos concursos literarios, obteniendo en ellos premios y menciones. Entre sus obras reconocidas citamos: “La muerte entre las cañas”, El testigo”, “Argumento para un tango llorón o agenda de amor de un día”, “Sagradas Escrituras”, “Tatto”, entre otras.
DATOS PERSONALES:
Domicilio: Barrio 140 Viviendas, M: B-Casa: 16- Los Vallistos- Banda del Río Salí (4109) -Tucumán.
E-mail: gabrieladeboeck@yahoo.com.ar
Teléfonos: (0381)155541607- (0381)4267236