CREO QUE NO HACE FALTA CONFESAR QUE ESTOY APRENDIENDO A ARMAR Y LLEVAR UN BLOG. DE ALLÍ EL ENSAYO Y EL ERROR. y LA CORRECCIÓN: VUELVO A SUBIR "CUENTOS DEL CAÑAVERAL" PERO ESTA VEZ LO HARÉ POR CUENTOS INDIVIDUALES Y DE PASO LES VOY CONTANDO ALGO DEL "BACKSTAGE".
EN OTRA ENTRADA QUE SE PERDIÓ POR ALGÚN LUGAR DEL CIBERESPACIO, COMENTÉ QUE ESTE LIBRO NACIÓ DE MI EXPERIENCIA DE 14 AÑOS COMO PROFESORA EN LOTES DE AGUA DULCE Y EN VICLOS, DPTO. LEALES, TUCUMÁN. EN LOS LARGOS VIAJES Y DÍAS ALLÍ VIVIDOS, APRENDÍ A AMAR EL AMANECER EN EL CAÑAVERAL Y A SU GENTE. ESTE LIBRO ES UN TRIBUTO A ELLOS.
"La muerte entre las cañas" es la forma literaria de mi admiración por "Las hijas del surco", esas mujeres que con mis amigas del alma y ex-compañeras Patricia Cardinaux y María Eugenia Pistán estudiamos para un trabajo de Feria de ciencias. Y no pude menos que traducir mi visión de ellas en este cuento. Espero que sea de su beneplácito. Buen viaje.
LA MUERTE ENTRE LAS CAÑAS
A Jesús María Jiménez la Muerte lo anduvo buscando desde que tenía dos meses en el vientre de la Clarita. O quizá desde el momento en que fue concebido. Estaba tan acostumbrada al amor sin consentimiento y sin ganas, que aquella vez los minutos le pasaron más rápido, entretenida en mirar una vinchuca inmóvil en la pared de adobe. ¿De dónde venían esos bichos asquerosos, que habían matado a su abuela? Ella más que nadie recibía con buena voluntad a la gente de la Comuna que iba a fumigar cada tanto; odiaba las vinchucas y la obsesión por tener la casa en orden y limpia todo el tiempo, le daba la seguridad de que no estarían cómodas ahí y se marcharían a otra parte con su desgracia. No quería parecer nunca más una tonta, de pie al lado de la cama, muda, mirando cómo otro sufría mientras a ella sólo le caían las lágrimas en los dedos inútiles enredados en las manos, como en una maraña de impotencia, sin poder ayudar, mientras la viejita se le quedaba morada y sin aire. Tenía trece años, no era chica pero no pudo hacer nada. Y porque ya no era chica, quizá por buena voluntad - o por castigo-, los vecinos comedidos se pusieron de acuerdo en que ya que había quedado sola, debería casarse con el viudo Jiménez para no estar desprotegida, y de paso le ayudaba a criar los cuatro hijos, unos negritos con ojos achinados y brillosos y los dientes blancos y perfectos, del mismo pelo lacio, oscuro, como cortado a navaja que tenía el padre. Los de ella, en cambio, habían salido más claritos y crespos. Bien se desocupara del hombre, mataría al bicho y se pondría a dar vuelta la casa para ver si habían hecho nido.
A dos meses de lo de la vinchuca, Clarita comenzó a sentir asco y a escupir. Era un domingo a la tarde y, mate en mano, Jiménez, que ya la conocía y sabía que cada una de las cuatro veces que su mujer había quedado de compras empezaba a escupir, la observaba mientras ella barría el ancho patio de tierra, amontonando las hojas de las moreras con una escoba de afata, dejando tras de sí la huella de su saliva como quien traza un camino seguro. El mate era dulce al comienzo y luego se le hacía amargo en la boca, si parecía que le hubieran puesto un yuyo raro en la yerba. Ya no lo reponía del cansancio como antes, de vuelta del cañaveral, en que bajaban entre los hijos mayores y la Clara treinta o cuarenta surcos por día, sólo con la macheta y sus ganas. Habían hecho buena plata, no tenían lujos pero tampoco pasaban necesidades. Ahora era marzo y en mayo o junio comenzaba la cosecha y justo venía ella a quedarse panzona. ¿Para qué un hijo más? Ya con los cinco mayores tenía su propia cuadrilla y este año hasta el de diez comenzaría a ayudar. No, no quería otro hijo. Estaba cansado. Y encima el mate estaba amargo. Ese domingo probó con el vino, que alguna vez le había almibarado el alma. Tomó tanto y tanto que despertó todos los recuerdos dormidos de sus años de chango en los surcos, cuando después del mate cocido con un pedazo de tortilla al rescoldo, a las cuatro de la mañana, su padre lo llevaba al cañaveral, y él iba tiritando de frío porque caía la helada y sólo quería que el tiempo pasara pronto para no tener que pelar y machetear las cañas verdes que le lonjeaban las manos. No quería levantarse, estaba caliente la cama, -un ratito más papá, déjeme y entonces el padre empezaba con el cinto y le pegaba y le pegaba y le pegaba... y la cama se ponía fría de golpe.
Jiménez dijo a todos que nunca recordó qué pasó esa tarde de domingo pero la Clarita estuvo internada dos semanas en la ciudad. Los médicos se empeñaron: la paciente tenía una familia numerosa y además estaba embarazada. Parece que la Muerte no lo vio a Jesús Jiménez, oculto como estaba en la panza-escondite y quiso entretenerse con la madre. En los días de hospital tuvo mucho tiempo sola para pensar y comenzó a desear una hija, una mujer, quizá así el marido la perdonara de ir al surco, una hija para que se quedara con ella y la ayudara y de grande hasta quizás pudiera estudiar, una hija para refugiarse de tantos hombres... Si vivía, le pondría María, por la Virgen.
Y no tan sólo se recuperó ella sino que también el hijo sobrevivió al reniego y a partir de allí se llamó María, para su madre y para todos. De vuelta del surco, rápido atendía a la familia, ponía a remojar la ropa ennegrecida y percudida por las cañas quemadas, y con las manos aún ardiéndole por tantos surcos volteados, se sentaba a tejer un mal crochet con lo que recordaba que su abuela le había enseñado. Como María nacería en enero necesitaba vestiditos bien aireados, de baretas de hilo. Y luego quedaba por hacer toda la ropita de invierno, pero eso era más rápido porque tenía lana de buzos suyos para desarmar y con dos agujas pronto haría los tapados y los pantalones. Tenía pensado, además, que después de todo, estarían en la casa calentitas las dos para la próxima zafra y quizás ya no haría falta tanto abrigo a la par del brasero.
Una bochornosa noche de enero Jesús María vino al mundo sin demasiadas estridencias. La comadrona que la ayudó le revisó varias veces el sexo a la criatura para confirmar la mala noticia que le daría a la Clarita: había nacido chango. Pero el deseo de una hija era tan grande que la madre lo llamó como había decidido y el padre, inexplicablemente, le dio el gusto pero con la condición de ponerle antes un nombre de varón. No hubo mucho que pensar y pronto Jesús María vestía ya sus vestiditos con baretitas color durazno, en los que la madre había ido aprendiendo a tejer las hebras de sus sueños:
- Claro que le voy a poner esta ropita, para eso se la he hecho. ¿Me entiende?- y lo dijo con una mirada de tigre que jamás Jiménez había visto en una mujer. No le iba a discutir: aparte ya la policía le había advertido que nunca más podría desconocer a su esposa o se lo llevarían para no volver. Él era duro pero mejor no arriesgar.
Y así fue que el niño comenzó a vestir ropa de nena, con la tácita complicidad de todos.
En lo que no cedió Jiménez fue en perdonar a la Clarita de ir al surco. Bien sabía ella que con la plata que hacían, podían vivir todo el año y hasta tener para comprar esas tonteras que quería ahora para el hijo. Y así sucedió que Jesús María Jiménez fue acunado también, como sus hermanos, por la áspera malhoja, que lo cobijaría mientras los padres pelaban, cortaban y cargaban la caña en los carros. Así se habían criado uno tras otro los Jiménez. Y eran sanitos y fuertes. La caña los bendecía cuando la madre armaba con las hojas y unos trapos una cuna en el suelo y ponía al bebé allí, bien abrigadito y calzado y a medida que iban avanzando en los surcos, trasladaban a los dos -niño y cuna - para tenerlos siempre a la vista, no fuera que el chiquito se moviera mucho o tuviera hambre. Los hermanitos, de rato en rato, iban a verlo y cuidaban que estuviera tapado y tranquilo. La Clarita descansaba cada tanto de la macheta y se sentaba en el aporque para amamantarlo: no quería quejarse de estar donde no quería, la leche le saldría renegosa y enfermaría a la criatura. Cerraba los ojos y en la vida líquida que su hijo le chupaba con ansias, le transmitía sueños e imágenes de otros paisajes. Quizá por eso fue, porque los dos estaban con el alma en otra parte, que la Muerte andaba cerca y no les escuchó latir los corazones. Las ratas, los zorros y alguna víbora mamona husmeaban entre las cañas; siempre había algo para entretenerse en el cañaveral.
Y para darle la razón al padre, Jesús María se crió entre las cañas y se hizo niño, y hombrecito. A los tres años, la Clarita lo llevaba en un cajón de manzanas junto a muñequitas de trapo que ella misma le hacía pero pronto, y con toda naturalidad, el chico se fue inclinando por las cosas de varones: no bien se descuidaba la madre lo veía jugar con tierra, con palitos, con bichos. Ya a los cinco comenzó a negarse a los vestiditos tejidos y entre berrinches y cómo podía, se ponía la ropa de los hermanos más chicos, para enojo de la Clarita. Como pudo, se le impuso y ya a los diez, ella tuvo que resignarse a que quizá nunca tendría una hija. Lo que jamás hizo fue cortarle el pelo como changuito; ella misma se encargaba de trenzárselo o recogérselo para que no le molestara. Nadie se reía de eso y los chicos de otras casas estaban enseñados para no burlarse: las promesas a la Virgen eran sagradas y todos sabían lo que la Clarita le debía por la vida de Jesús María.
A los quince años, renegó del padre, de la insensible maloja y de la vida en el surco y se fue a otra cosecha. Muchas cosas le pasaron en la vida y siempre la Muerte anduvo tras él, pero por algo no terminaba de hallarlo. Cada tanto la Clarita, a la que la viudez la había liberado del hombre y del cañaveral, contaba orgullosa que su hijo vivía en otra provincia, que era un empresario de buen pasar, que la llevaría con él en cualquier momento. Algunas veces iba a visitarlo por semanas y volvía con los ojos brillantes y la seguridad de que ya no debía nunca más masticar la tajada agridulce de su suerte entre las cañas.
Lo último que se supo de Jesús María fue cuando ella murió y vino a despedirse a la hora final en una camioneta que parecía una nave. Después que la enterraron a la Clarita, parece que la Muerte quería llevárselo a él también. Tanto alcohol había tomado que si no hubiera sido que las luces de la integral que iba pasando por los surcos eran bien potentes, el chofer no habría visto una chica con un vestido rojo, dormida en medio de las hojas de las cañas, y no habría clavado los frenos de la máquina. Al acercarse a mirar, una botella de whisky cerca de la mano y el rostro del hombre disfrazado, le revelaron el tamaño de su pena.
María Gabriela De Boeck
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