jueves, 23 de enero de 2014

QUERIDOS LECTORES:
"MIEL DE CAÑA" es un cuento fantástico, como la mayoría de CUENTOS DEL CAÑAVERAL. El tema de la dualidad del ser me atrae; de allí quizá el ropaje de la fantasía con que lo investí. Las mellizas están inspiradas en personas reales, de las cuales solo un dato es real. BUEN VIAJE.



MIEL DE CAÑA


  “Melita” – mote con el que se referían a la misma dulzura de la “miel de caña”- llamaban todos a la que en realidad habían bautizado hacía ochenta años junto a su hermana, en la urbana iglesia de la Merced, como Damaris de las Mercedes Ortiz. No era lo común hacerlo allí, pero sí urgente: las mellicitas se morían. Sólo un milagro podría salvarlas y si bien era cierto que Dios no faltaba en las iglesias de campo, estaba siempre en los imponentes y poderosos templos de la ciudad. Damaris no corría tanto peligro de irse de este mundo siendo un ángel, como Milagros de las Mercedes, que pesaba apenas un kilo y medio. “Melita” pasaron a llamar a Milagros cuando murió Damaris, a los diez años, inexplicablemente.
  Sólo Milagros recuerda que se llama Milagros. Sólo Milagros recuerda ahora, setenta años después, a Damaris, mientras tira a las gallinas en el patio las miguitas de pan casero que acostumbra a recoger en su delantal de cocina, después del mate de la tarde. Nadie de los viejos o de los memoriosos vive ya, nadie que pueda recordar a la otra Miel de Caña, a la verdadera. Sólo ella, que merecía que la llamaran así porque, aunque era la más feíta de las dos y parecía una rata vieja y seca a medida que se iba en las diarreas de un sarampión negro, tendría algún día la dulzura de ese jugo de la caña cocido a fuego, que daban a los peladores y trabajadores del surco como regalo del ingenio. La otra era blanca y bonita; decían que había nacido con esa sonrisa que nunca perdió, ni siquiera cuando le cerraron el cajoncito que partió pesado del rancho y tuvieron que cargarlo entre seis hombres corpachones, porque no quería irse. O quizá porque quería quedarse para contar algo que no debía. Sólo lo sabía la pequeña Milagros, que se esforzaba en dejar caer unas lágrimas calladas, para que nadie sospechara que también ella quería irse un día con tanta gente a pie en procesión por detrás de su recuerdo, como una  reina, acompañándola al descanso eterno, llorándola a gritos, desconsolados, una multitud que no hacía caso del calor del mediodía entre los surcos,  para amontonarse a tocar el cofre de sueño de la santa que se iba de este mundo dios te guarde angelito rogá por nosotros vos que dios te lleva porque sos tan buena que te quiere a su lado brille para vos la luz que no tiene fin pedí por nosotros que te vamos a seguir un día Miel de caña Melita eras tan dulce nos dejás sin consuelo Santa María madre de Dios ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte rogá por nosotros Miel de caña … Una mano la sacó del acompañamiento fúnebre; no era bueno que sufriera tanto, mejor se quedaría en la casa, que viera a la madre que estaba  como ida en la cama, que la consolara, que…
 Ya nadie puede tampoco contar cómo fueron cambiando las dos. Quizás nadie se dio cuenta de que apenas Milagros comenzó a caminar, buscaba siempre a Melita que, aunque delgada como un junco, fue la primera en dar sus pasos, apresurada por soplar la vela de su primer año. Si alguien hubiese tomado una foto, recordaría que a Milagros tuvieron que alzarla ese día; recién en su segundo verano, con ese cuerpito endeble y flacucho que daba pena y amenazado en cualquier momento con quedarse sin alma, para asombro de todos dejó de arrastrarse y se paró a descubrir y usar el mundo. Nadie advirtió tampoco que lo primero que hizo entonces fue buscar a Melita y comenzar a mirarla, a la cara, concentradamente y con una sonrisa que nadie podría desentrañar, porque no era de niña.
 El juego de pararse frente a frente y mirarse fijo habría inquietado a los grandes si lo hubiesen visto más que como eso que no era: un juego, pero en el recuerdo sólo quedan las voces de los padres festejando esas ocurrencias de chicos:
 -Ya están las melli jugando a las miraditas. Mirá, ni pestañean- decían mientras rompían a reír porque, después de todo, estaban ahí,  jugando; después de todo, vivas.
   A los tres o cuatro años ya el juego de las miradas no llamaba la atención; lo hacían a diario, como cualquier otro inocente pasatiempo de niños. Sólo una nube de inquietud turbaba ese pedazo de cielo que los padres cultivaban entre los cañaverales: la sombra de Melita iba adelgazando, alargándose, como partiendo hacia algún lugar que sólo ella sabía, como llevándose los colores antes rebosantes de su carita regordeta y lozana, que ahora iban apagándose tal cual la luz de una siesta azotada por una repentina tormenta. El médico insistía: todo estaba en orden en su cuerpo, debían tranquilizarse y recordar que era melliza, que había épocas de crecimiento en que los chicos adelgazaban, algo temporario… el organismo tenía sus ciclos… Demasiadas explicaciones y palabras para la cerrada simplicidad de la gente de campo y para el dolor de los padres, que lo único que sentían era que algo, alguien, como un ladrón sigiloso, estaba robándoles día a día a la hija.
  Milagros, en cambio, crecía. Antes tan débil como la última hoja de un árbol a merced del infalible otoño, con la escasa gracia de esas criaturas condenadas a un paso breve y piadoso por este mundo, amanecía ahora a la vida extrañamente bella, como una flor de estación que hubiese condensado colores y  aromas para desplegarlos en el momento oportuno.
  Si la madre de las mellizas viviera, contaría que el insecto insoportable y obsesivo de la inquietud había comenzado a caminar por su cuerpo, que vigilaba qué comía Melita y qué tomaba Milagros, que se levantaba en medio de la noche para mirarlas en la cama compartida por ambas sólo para desvanecer sus dudas ante la escena de dos ángeles durmiendo abrazados, que se escondía tras los marcos de las puertas para escuchar los diálogos en que la risa de Melita se iba apagando ante la vocecita llena de luces de Milagros , que ahogaba su preocupación y su llanto para no perturbar al hombre, demasiado cansado después de la pelea mano a mano con los surcos, como para agregarle otro trago amargo.
 Si alguien preguntara si recuerdan qué le pasó a Melita, un allegado diría que le contaron alguna vez que estaba a punto de morir cuando era bebé…
- Y mírela usted ahora, esa vieja es eterna. Y tiene la fuerza de una cuadrilla, después de haber criado seis hijos y levantado entre los surcos su pequeño imperio.
 - Pero no, la otra Melita.
 -¿La otra? Ah, sí. La otra. No la recordaba. Dicen que eran dos. No sé como se llamaba la mellicita que se fue. Creo que le entró la pena o algo así y que se fue secando con la misma  tristeza de una plantita tierna en medio del monte seco.
  Una siesta de enero cuando el calor agobiaba con la pesadez de un titán de fuego flotando sobre la tierra, la familia salió al patio buscando el alivio de las sandías recién cortadas, a la sombra fresca de los paraísos. Hacia atrás de la casa, los perros alarmados comenzaron a ladrar con esa inquietud de los animales legañosos y perceptivos, enfrentados a seres de otro mundo. Pensando encontrarse con algún intruso o con algún bicho muerto, el padre se acercó a ver qué era y a espantarlo, pero sólo llamó su atención ver a las hijas peinándose el pelo largo y lacio, mirándose una a otra, como frente a un mágico espejo que cada una fuera para su hermana, concentradas y ajenas a su alrededor, replicando ésta los movimientos de aquélla.
 Al otro día de esa variante del juego, Melita cayó en cama. La fiebre comenzó a consumirla y dejó de abrir los ojos. Un vecino se ofreció para llevarla al hospital y pronto allí la fiebre bajó. Aunque a los pocos días regresó a la casa, su mirada nunca ya sería la misma. Había comenzado a transitar vertiginosamente su último camino: sumergida en el silencio y el desánimo, le costaba levantarse de la cama, no quería comer y se pasaba horas con la mirada perdida en el cañaveral. Sólo la vista de Milagros parecía alegrarla y entusiasmarla por momentos y hasta quería jugar con ella; pedía entonces que las dejaran solas. Pero tras un breve encuentro, quedaba tan extenuada que parecía que el desmesurado esfuerzo por reanimarse junto a su hermana le debilitara  aún  más el fino hilo de vida que la aferraba a esta tierra.
 Otra vez los médicos, otra vez los análisis y los estudios, otra vez el penoso deambular por los pasillos de los hospitales, ya en una camilla que parecía transitar sola el camino hacia la muerte, buscando en vano dar con la respuesta a ese extraño fin que nadie podía explicar.
 Uno de sus últimos días la fue a ver una mujer, una curandera, conocida de algún vecino del campo. Los padres no debían preocuparse por el gasto, no le importaba que le pagaran, sólo quería hacer algo por la nena. Entregados ya a cualquier esperanza, accedieron y ella pidió entonces ver a Melita. Al salir con una prisa que no tenía al principio,  entregó a los padres un crucifijo de madera:
 -Pónganselo en el cuello, que lo lleve siempre, bajo la ropa. Pero puede ser tarde ya.
 La desesperación de la madre era un torbellino de preguntas que se le atropellaban en el alma:
-¿Qué dice? ¿Qué le pasa a Melita? ¿Qué vio? ¡Digamé por favor!
 -Mire, estoy apurada. Yo ya no puedo hacer nada. Sólo he visto que tiene los ojos vacíos. Recen mucho por ella. Es lo único que queda.



  Los atardeceres de Melita son siempre iguales. Terminada la ceremonia del mate y de las migas, segura de que cada gallina, a la que llama por el nombre que ella misma le puso, se ha alimentado del pan y de sus mimos, comienza otra y se dirige a una gruta muy prolija que se levanta en el jardín, gruta que para cualquier ajeno a la casa estuvo siempre allí pero que cada 24 de setiembre es el lugar donde el poblado va a rendir su devoción. Corta dos flores de achera o santarrosas o de la flor de estación que hubiera, cambia el agua del jarrón y las coloca en él; luego enciende una vela y cierra la pequeña reja de hierro de la puerta que custodia a la imagen de la Virgen de la Merced, adornada con un viejo aunque conservado crucifijo de madera.
 Sólo Melita sabe por qué no se enoja cuando viene algún capataz de sus campos y hablando de lejos, interrumpe el sentido ritual, que no entendería y que no le interesa más que a ella:
 -Doña Melita, ya hemos terminado de plantar la caña desde el canal hacia el este, hasta lo de López. Si los cálculos no me fallan, a fin de mes terminamos las hectáreas del sur, las que llegan a Viclos.
 Y Melita se incorpora, lo atiende, pregunta y le agradece con una sonrisa amable y con una luz especial en esos ojos que a pesar de la vejez, no pierden nunca su dulzura.


 María Gabriela De Boeck


















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