"MIEL DE CAÑA" es un cuento fantástico, como la mayoría de CUENTOS DEL CAÑAVERAL. El tema de la dualidad del ser me atrae; de allí quizá el ropaje de la fantasía con que lo investí. Las mellizas están inspiradas en personas reales, de las cuales solo un dato es real. BUEN VIAJE.
MIEL DE CAÑA
“Melita” – mote con el que se
referían a la misma dulzura de la “miel de caña”- llamaban todos a la que en
realidad habían bautizado hacía ochenta años junto a su hermana, en la urbana
iglesia de la Merced, como Damaris de las Mercedes Ortiz. No era lo común
hacerlo allí, pero sí urgente: las mellicitas se morían. Sólo un milagro podría
salvarlas y si bien era cierto que Dios no faltaba en las iglesias de campo,
estaba siempre en los imponentes y poderosos templos de la ciudad. Damaris no corría
tanto peligro de irse de este mundo siendo un ángel, como Milagros de las
Mercedes, que pesaba apenas un kilo y medio. “Melita” pasaron a llamar a
Milagros cuando murió Damaris, a los diez años, inexplicablemente.
Sólo Milagros recuerda que se
llama Milagros. Sólo Milagros recuerda ahora, setenta años después, a Damaris,
mientras tira a las gallinas en el patio las miguitas de pan casero que
acostumbra a recoger en su delantal de cocina, después del mate de la tarde.
Nadie de los viejos o de los memoriosos vive ya, nadie que pueda recordar a la
otra Miel de Caña, a la verdadera. Sólo ella, que merecía que la llamaran así
porque, aunque era la más feíta de las dos y parecía una rata vieja y seca a
medida que se iba en las diarreas de un sarampión negro, tendría algún día la
dulzura de ese jugo de la caña cocido a fuego, que daban a los peladores y
trabajadores del surco como regalo del ingenio. La otra era blanca y bonita;
decían que había nacido con esa sonrisa que nunca perdió, ni siquiera cuando le
cerraron el cajoncito que partió pesado del rancho y tuvieron que cargarlo
entre seis hombres corpachones, porque no quería irse. O quizá porque quería
quedarse para contar algo que no debía. Sólo lo sabía la pequeña Milagros, que
se esforzaba en dejar caer unas lágrimas calladas, para que nadie sospechara
que también ella quería irse un día con tanta gente a pie en procesión por
detrás de su recuerdo, como una reina,
acompañándola al descanso eterno, llorándola a gritos, desconsolados, una
multitud que no hacía caso del calor del mediodía entre los surcos, para amontonarse a tocar el cofre de sueño de
la santa que se iba de este mundo dios te guarde angelito rogá por nosotros vos
que dios te lleva porque sos tan buena que te quiere a su lado brille para vos
la luz que no tiene fin pedí por nosotros que te vamos a seguir un día Miel de
caña Melita eras tan dulce nos dejás sin consuelo Santa María madre de Dios
ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte rogá por
nosotros Miel de caña … Una mano la sacó del acompañamiento fúnebre; no era
bueno que sufriera tanto, mejor se quedaría en la casa, que viera a la madre
que estaba como ida en la cama, que la
consolara, que…
Ya nadie puede tampoco contar
cómo fueron cambiando las dos. Quizás nadie se dio cuenta de que apenas
Milagros comenzó a caminar, buscaba siempre a Melita que, aunque delgada como
un junco, fue la primera en dar sus pasos, apresurada por soplar la vela de su
primer año. Si alguien hubiese tomado una foto, recordaría que a Milagros
tuvieron que alzarla ese día; recién en su segundo verano, con ese cuerpito
endeble y flacucho que daba pena y amenazado en cualquier momento con quedarse
sin alma, para asombro de todos dejó de arrastrarse y se paró a descubrir y
usar el mundo. Nadie advirtió tampoco que lo primero que hizo entonces fue
buscar a Melita y comenzar a mirarla, a la cara, concentradamente y con una
sonrisa que nadie podría desentrañar, porque no era de niña.
El juego de pararse frente a
frente y mirarse fijo habría inquietado a los grandes si lo hubiesen visto más
que como eso que no era: un juego, pero en el recuerdo sólo quedan las voces de
los padres festejando esas ocurrencias de chicos:
-Ya están las melli jugando a las
miraditas. Mirá, ni pestañean- decían mientras rompían a reír porque, después
de todo, estaban ahí, jugando; después
de todo, vivas.
A los tres o cuatro años ya el
juego de las miradas no llamaba la atención; lo hacían a diario, como cualquier
otro inocente pasatiempo de niños. Sólo una nube de inquietud turbaba ese
pedazo de cielo que los padres cultivaban entre los cañaverales: la sombra de
Melita iba adelgazando, alargándose, como partiendo hacia algún lugar que sólo
ella sabía, como llevándose los colores antes rebosantes de su carita regordeta
y lozana, que ahora iban apagándose tal cual la luz de una siesta azotada por
una repentina tormenta. El médico insistía: todo estaba en orden en su cuerpo,
debían tranquilizarse y recordar que era melliza, que había épocas de
crecimiento en que los chicos adelgazaban, algo temporario… el organismo tenía
sus ciclos… Demasiadas explicaciones y palabras para la cerrada simplicidad de
la gente de campo y para el dolor de los padres, que lo único que sentían era
que algo, alguien, como un ladrón sigiloso, estaba robándoles día a día a la
hija.
Milagros, en cambio, crecía.
Antes tan débil como la última hoja de un árbol a merced del infalible otoño,
con la escasa gracia de esas criaturas condenadas a un paso breve y piadoso por
este mundo, amanecía ahora a la vida extrañamente bella, como una flor de
estación que hubiese condensado colores y
aromas para desplegarlos en el momento oportuno.
Si la madre de las mellizas
viviera, contaría que el insecto insoportable y obsesivo de la inquietud había
comenzado a caminar por su cuerpo, que vigilaba qué comía Melita y qué tomaba
Milagros, que se levantaba en medio de la noche para mirarlas en la cama
compartida por ambas sólo para desvanecer sus dudas ante la escena de dos
ángeles durmiendo abrazados, que se escondía tras los marcos de las puertas
para escuchar los diálogos en que la risa de Melita se iba apagando ante la
vocecita llena de luces de Milagros , que ahogaba su preocupación y su llanto
para no perturbar al hombre, demasiado cansado después de la pelea mano a mano
con los surcos, como para agregarle otro trago amargo.
Si alguien preguntara si
recuerdan qué le pasó a Melita, un allegado diría que le contaron alguna vez
que estaba a punto de morir cuando era bebé…
- Y mírela usted ahora, esa vieja es eterna. Y tiene la fuerza de una
cuadrilla, después de haber criado seis hijos y levantado entre los surcos su
pequeño imperio.
- Pero no, la otra Melita.
-¿La otra? Ah, sí. La otra. No la
recordaba. Dicen que eran dos. No sé como se llamaba la mellicita que se fue.
Creo que le entró la pena o algo así y que se fue secando con la misma tristeza de una plantita tierna en medio del
monte seco.
Una siesta de enero cuando el
calor agobiaba con la pesadez de un titán de fuego flotando sobre la tierra, la
familia salió al patio buscando el alivio de las sandías recién cortadas, a la
sombra fresca de los paraísos. Hacia atrás de la casa, los perros alarmados
comenzaron a ladrar con esa inquietud de los animales legañosos y perceptivos,
enfrentados a seres de otro mundo. Pensando encontrarse con algún intruso o con
algún bicho muerto, el padre se acercó a ver qué era y a espantarlo, pero sólo
llamó su atención ver a las hijas peinándose el pelo largo y lacio, mirándose
una a otra, como frente a un mágico espejo que cada una fuera para su hermana,
concentradas y ajenas a su alrededor, replicando ésta los movimientos de
aquélla.
Al otro día de esa variante del
juego, Melita cayó en cama. La fiebre comenzó a consumirla y dejó de abrir los
ojos. Un vecino se ofreció para llevarla al hospital y pronto allí la fiebre
bajó. Aunque a los pocos días regresó a la casa, su mirada nunca ya sería la
misma. Había comenzado a transitar vertiginosamente su último camino: sumergida
en el silencio y el desánimo, le costaba levantarse de la cama, no quería comer
y se pasaba horas con la mirada perdida en el cañaveral. Sólo la vista de
Milagros parecía alegrarla y entusiasmarla por momentos y hasta quería jugar
con ella; pedía entonces que las dejaran solas. Pero tras un breve encuentro,
quedaba tan extenuada que parecía que el desmesurado esfuerzo por reanimarse
junto a su hermana le debilitara
aún más el fino hilo de vida que
la aferraba a esta tierra.
Otra vez los médicos, otra vez
los análisis y los estudios, otra vez el penoso deambular por los pasillos de
los hospitales, ya en una camilla que parecía transitar sola el camino hacia la
muerte, buscando en vano dar con la respuesta a ese extraño fin que nadie podía
explicar.
Uno de sus últimos días la fue a
ver una mujer, una curandera, conocida de algún vecino del campo. Los padres no
debían preocuparse por el gasto, no le importaba que le pagaran, sólo quería
hacer algo por la nena. Entregados ya a cualquier esperanza, accedieron y ella
pidió entonces ver a Melita. Al salir con una prisa que no tenía al
principio, entregó a los padres un
crucifijo de madera:
-Pónganselo en el cuello, que lo
lleve siempre, bajo la ropa. Pero puede ser tarde ya.
La desesperación de la madre era
un torbellino de preguntas que se le atropellaban en el alma:
-¿Qué dice? ¿Qué le pasa a Melita? ¿Qué vio? ¡Digamé por favor!
-Mire, estoy apurada. Yo ya no
puedo hacer nada. Sólo he visto que tiene los ojos vacíos. Recen mucho por
ella. Es lo único que queda.
Los atardeceres de Melita son
siempre iguales. Terminada la ceremonia del mate y de las migas, segura de que
cada gallina, a la que llama por el nombre que ella misma le puso, se ha
alimentado del pan y de sus mimos, comienza otra y se dirige a una gruta muy
prolija que se levanta en el jardín, gruta que para cualquier ajeno a la casa
estuvo siempre allí pero que cada 24 de setiembre es el lugar donde el poblado
va a rendir su devoción. Corta dos flores de achera o santarrosas o de la flor
de estación que hubiera, cambia el agua del jarrón y las coloca en él; luego
enciende una vela y cierra la pequeña reja de hierro de la puerta que custodia
a la imagen de la Virgen de la Merced, adornada con un viejo aunque conservado
crucifijo de madera.
Sólo Melita sabe por qué no se
enoja cuando viene algún capataz de sus campos y hablando de lejos, interrumpe
el sentido ritual, que no entendería y que no le interesa más que a ella:
-Doña Melita, ya hemos terminado
de plantar la caña desde el canal hacia el este, hasta lo de López. Si los
cálculos no me fallan, a fin de mes terminamos las hectáreas del sur, las que
llegan a Viclos.
Y Melita se incorpora, lo
atiende, pregunta y le agradece con una sonrisa amable y con una luz especial
en esos ojos que a pesar de la vejez, no pierden nunca su dulzura.
María Gabriela De Boeck
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