miércoles, 22 de enero de 2014


 QUERIDOS LECTORES: Aquí comparto "El embrujo", un cuento que desarrolla algunos temas que como mujer me cautivan e intento desentrañar... Y siempre el amor... Buen viaje 




EL EMBRUJO



  Dicen que el cañaveral embruja si se lo mira mucho; que una vez que ha entrado en el cuerpo es imposible escapar de él porque amarra con sus largos brazos de hojas verdes y no suelta, hasta que los ojos del alma no perciben nada más que el sabor agridulce de la caña. Debe ser así porque de chico me pasaba horas eternas mirándolo, sentado en el patio de tierra apisonada, en una sillita de madera y cuero de vaca, frente a una mesa donde a la siesta mi madre me ponía a hacer los deberes de la escuela. Yo tomaba el lápiz y mi mano, aún dura, se resistía a trazar inútiles palitos y  bolitas sobre el cuaderno sucio y maltratado por el descuido; entonces, en medio de la llanura del aburrimiento que me devoraba, se cruzaba un zorro o un quirquincho que se metían en las cañas y a mí me crecían alas para seguirlos por ese verde laberinto, donde grandes y chicos pelaban sus sueños en la cosecha. Los bichos y yo éramos uno, esquivando en la carrera brazos y machetazos, llamas que iban comiéndose la malhoja, maldiciones a la poca suerte y risas de resignada alegría de los peones del surco. Pero mamá no quería ese vuelo para mí y apenas advertía que el blanco sucio de las hojas de mis tareas seguía inmaculado, me bajaba de las imaginarias alturas como a un pichón ondeado, tirándome de las patillas:
 -¡La hoja, Darío, mirá la hoja! ¡Escribí! No seas bruto hijito. Estudiá. Quiero que salgás de aquí, quiero que seas un hombre de libros. La escuela, la escuela... es ahí  donde tenés que mirar.
 Y mucho debo haberme escapado para el cañaveral porque las palabras de mi madre, que a los seis años no entendía, me fueron abriendo  los surcos de las ganas  y un buen día le dije que quería irme a la ciudad para estudiar y ser maestro. Ella debe tener la culpa de que terminé siendo escritor: a fuerza de enlazarme con sus retos, dejé de planear por el cañaveral y me arraigué como un hombre culto de ciudad, que viste trajes, presume de escribir y desovilla vidas ajenas en charlas de café. Pero de vez en cuando la sangre dulce me llama, como en esta  noche, cuando al ritmo apurado de los vasos se atropellan los recuerdos y necesito contármelos.


 La llamaban "La Porteña", aunque ella era tucumana desde el largo pelo lacio y oscuro hasta el castaño de los ojos orientales. Más que porteña, que lo era sólo por el acento ganado en un desarraigo de veinte años, me la imagino como a Cleopatra: no tanto hermosa como terrible. Una mañana de junio volvió al pueblo a recoger algo de lo que había sido; malos amores le habían trizado el velo de  provinciana ingenuidad con el que se cubría y regresaba ahora a la tierra generosa de su niñez. Se volvió una leyenda por muchos años  que ese día viernes, en el inicio de la zafra,  nadie podía explicar el desquicio del termómetro: con cinco grados a la mañana, la temperatura había ido trepando hasta traer el cálido olor de la primavera en menos de doce horas; el perfume de azares y lapachos se había arrebatado y por primera vez se mezclaba con las cañas aún verdes. Pero el desconcierto de la gente se diluía con el entusiasmo  por la fiesta de esa noche: el dios-cañaveral se llevaba voluntariamente sus vidas;  en definitiva, le pertenecían: a él le debían el pan, el abrigo, el trabajo. Todo. Había que celebrar. Y mejor si en pleno frío, hacía calor. Quizás hasta era un regalo del providencial cielo.
   Y así como el aire se había calentado hasta enternecerse, la tierra, seca de natural, de pronto se volvió húmeda y tibia, como si se  hubiese preñado. Bajo la luz de una luna que parecía encantada de tan blanca y poderosa, en las moreras y las cañas bambú, que ya no tenían hojas, comenzaron a reventar unos brotes brillosos de verde nuevo. Los caballos en los corrales se enloquecieron con el viento que se enredaba entre las ramas asombradas de los árboles, recién estallados en inesperada savia, y galopaban en un atropello de círculos, apresurados por arrimarse. En todas partes, se mezclaban los compases de la música acompañando los preparativos del baile y los ladridos anhelantes de los perros en celo. La naturaleza, a veces, también hace sus actos de magia. Pero en un día como ése, en que la promesa de una noche feliz se adueñaba de todos los diálogos, más que deslumbrarse con ella, había que gozarla.


 Mamá era casi analfabeta, pero con su sexto grado y con la viveza de los chicos de campo más que se defendía. Cuando ella tenía diez años, mi abuelo  llevó a toda la familia a otras cosechas y después de las manzanas y las uvas, terminó en un suburbio. No es que prefiriera eso, pero decía que estar bien lejos era la única manera, si no de curar, por lo menos de escapar del daño de esa tierra. Nadie como él amaba el cañaveral pero siempre repetía que era como el amor de las malas mujeres, que mienten el cielo por un rato pero después hacen llorar. Debe haberse decidido a abandonarlo cuando casi se le muere un hijo, apenas de meses, dormido en su cajoncito de frutas, mientras toda la familia volteaba surcos. Sin avisarles, un comedido prendió fuego a las cañas y las llamas avanzaron como un demonio enfurecido de mil brazos; un perro fiel alertó de la incipiente desgracia y llegaron a tiempo para rescatar al bebé.    
 Yo nací ahí;  de mi madre sé lo que vi y dudo de lo que escuché; de mi padre, lo que imagino. Tenía prohibido hablar de él pero algo averigüé y ahora sé que estuvo conmigo por un tiempo. En mis recuerdos de infancia se pintan con nitidez algunas escenas, como cuando desandaba a caballo, bien arropado, los cuatro kilómetros de tierra suelta hasta la escuela y me costaba dominar la bestia que se asustaba por los fuegos encendidos por los golondrinas al costado de los surcos, procurando calentarse la ilusión en las oscuras mañanas de invierno. Creo que fue mi padre el señor que me regaló el petiso, a la vez que me advertía:
 -Aprenda a  valerse por usted solito y se hará hombre, m'hijo.
 Debe ser el mismo que me viene a la memoria cuando veo, por única vez, a mi madre llorando. Jamás olvidé aquella imagen porque ella parece haberse secado después de ese día: nunca más lloró. No entendí bien en aquel entonces lo que pasó pero recuerdo que iba y venía por el rancho, enloquecida, juntando y embolsando  cosas, mientras se desgarraba gritándole a ese hombre. Él guardaba silencio y permanecía parado en la puerta, apoyado en el marco, como esperando inútilmente que ella vomitara todos los diablos. Yo guardé en mi inocencia algunas de esas palabras que luego, vacías de sentido, las repetía mientras jugaba a las bolillas con mis amigos; tenían algo de verso pegadizo y a mí me sonaban simpáticas al oído, a la vez que me hacían sentir dueño de un poder sobrenatural para intimidarlos:
 - ¡El mal que se hace, el mal que se paga!; ¡el mal que se hace, el mal que se paga!; ¡el mal que se hace, el mal que se paga...!




 El baile fue el comentario obligado de toda reunión de vecinos de allí en adelante, hasta que los años y la vida fueron desgastando las emociones de esa noche. Luego sucederían cosas peores pero en un pueblo en que el orden y la rutina eran los engranajes que movían  la noria de sus días, fue un escándalo que la Porteña llegara vestida como una mujer de la calle y pareciera una diosa; que todas las miradas de los hombres sin excepción la hurgaran respetuosamente tras la ropa, que ella clavara sus ojos en el Patrón, don Álvaro Girou,  y que él se jurara entonces que sería suya, como la mayoría de las tierras del pueblo, como sus cañaverales interminables, como los brazos y las ansias que se le entregaban voluntariamente para amontonar su cosecha, por sólo dos pesos.
 El Patrón y la Porteña bailaron hasta el amanecer con una música parecida al pecado de tan sabrosa; ella había traído de la Capital los nuevos sones y también allí había aprendido a contonearse como una mulata poseída por el demonio de la lujuria. El hombre no estaba acostumbrado a esos ritmos ni a otros pero no le fue difícil seguir el vaivén endiablado de sus caderas; pronto pareció que hubiesen desarrollado su destreza para el baile por años, en todas las pistas, a prueba de cualquier acorde y son: sin sacarse los ojos uno del otro – ya brillosos y encendidos como los de los súcubo-  se anticipaban al movimiento del otro y lo replicaban como una sombra gemela. De seguro el amor sería igual de perfecto: si se lleva bien el ritmo de los pies con alguien,  todo el cuerpo se acompasa con naturalidad. No les hizo falta probarse esa noche en el territorio de la piel; ya lo habían hecho en el del alma.
  La mujer de don Álvaro jugó perfectamente el papel de esposa comprensiva y segura. Mientras sostenía a uno de sus hijos menores, dormido en sus brazos, se dejaba desviar la mirada con el piadoso y descolocado diálogo que una vecina le inventaba, para rescatarla de la pública humillación. La señora de Girou parecía un ángel a la vista de todos, pero sólo tenía de él la capacidad del vuelo, como las águilas o las aves de rapiña. La imagino: mientras su boca hablaba con la entrometida comedida que buscaba distraerla, había maquinado ya la forma en que recuperaría a su  hombre, al que veía ya ajeno.
 Y no se equivocó: en las primeras horas del día, don Álvaro Girou ya estaba recorriendo como un zombi el camino a la casa de la Porteña. Lo hizo por mucho tiempo, sin ninguna ley y sin remordimiento alguno. En el hogar no hubo reproches; no podía haberlos: las reglas del matrimonio estuvieron claras desde siempre. A las otras, simplemente las ignoró. Por su parte, a la señora de Girou sólo le restó vestir de mil maneras el traje de la paciencia y esperar a que su marido se hastiara de desfogarse.  O a que el embrujo prendiera.




 Cuando nos vinimos a la ciudad, mamá comenzó a trabajar de doméstica. Gracias a eso yo pude estudiar en los mejores colegios porque la viejita que cuidaba me adoptó como nieto y procuró que yo recibiera el favor de sus selectas amistades. No sé exactamente la razón por la que yo le caía bien pero recuerdo una vez que la escuché interpelar a mi madre:
-Contáme, ¿a quién salió rubio el changuito?
 Pero para esa época mamá había aprendido ya a desconfiar de todo interés; amargada y resentida, no sólo su silencio sobre su pasado era  sepulcral, sino que toda ella se iba preparando en vida para la muerte. Quizá sólo le interesaba que yo me graduara y por fin se sentiría libre para partir a enfrentarse con sus recuerdos:
-Con su perdón señora, pero eso es algo que no le incumbe.
  Por suerte no perdió el trabajo por la impertinencia, seguimos allí por varios años después de eso y cuando por fin me licencié tuvo que esforzarse por no llorar, aunque tuvo otro brillo en sus ojos oscuros ese día. Una foto de aquella ocasión me hace pensar que debe haber sentido la ceremonia como una fiesta: curiosamente, después de años se dejó suelto el encanecido y largo pelo.
 La que no pudo fotografiarse con nosotros fue mi protectora; quizá el desprecio con que mi madre mal disimuladamente la trataba fue más potente que el cariño que la anciana sentía hacia mí, y lentamente la fue socavando. Mis reproches por su actitud, mientras la señora aún vivía, se repetían:
 -No entiendo su crueldad, mamá.
 Ella se limitaba a responderme secamente:
 -No me gustan las copetudas.
 Y seguía encerando los pisos como si nada.




 "Se mezcla con mucho cuidado en la comida del ser amado unas gotas de fluido de mujer, procurando que se integre al resto de los ingredientes para que de ninguna manera se note por la vista y el sabor, y se lo sirve como cualquier otra comida. Mientras, se le ordena a su espíritu, mentalmente, el regreso. Suele ser más potente acompañar el ritual encendiendo cada noche, durante nueve días, velas de amarre consagradas, en las que previamente se inscribirá a lo largo el nombre del ser amado y el de la despechada, entrecruzando sus letras. Para garantizar el retorno, se anudarán las prendas íntimas de ambos, colocándolas debajo del colchón del lecho matrimonial..."
 La sombra en que se iba convirtiendo la señora de Girou no debe haber dejado curandera sin visitar; su amor desesperado la despojó de toda dignidad y no le importó que todo el pueblo la viera esperando turno en los patios de los manosantas y curanderos, atestados de gente que buscaba ser aliviada de males más terrenales que el suyo,
 Y alguno de esos debe haber dado con el espíritu desbocado del marido, que ya  había sido subyugado totalmente por las malas artes de la Porteña y que le pertenecía, en alma y cuerpo, pues hacían vida en común. Que la traicionara era una cosa siempre y cuando volviera al hogar pero no podía cerrar los ojos al abandono definitivo. Y lo peor: los chismes malintencionados decían algo que prefería no escuchar: hasta tenían un hijo juntos, al que don Álvaro iba a dar su apellido.
 Conozco bastante a las mujeres y sé que son tercas cuando se les roba su hombre. Seguramente sentía que debía enlazarlo otra vez y hasta debe haberse  prometido a  sí misma que no descansaría mientras él no volviera manso y arrepentido, jurando reparar el agravio. Si el marido era víctima de una mala mujer y hasta  había perdido el poder para decidir, ella lo salvaría. Y si su amor no era suyo, lo prefería muerto.




  -"Escribir el nombre de la persona a la que se quiere dañar en una fotografía suya, colocarlo en la boca de un sapo vivo y cosérsela con ella adentro. Luego llevarlo al camposanto y sepultarlo panza arriba en la hora más oscura de la noche del viernes... ". Yo debí hacérselo a ella antes, para verla reventar de bronca, como el sapo.

 -No me dejés, Álvaro, mi hijo también es tuyo, también es un Girou.

 -Estudiá Darío, quiero que seas un hombre de libros...

 -El mal que se hace, el mal que se paga…

 -Che, Darío, hijito, contáme de nuevo qué te dijo ese señor que llamó y preguntaba por mí. Debe estar en la ruina, seguro. Y ahora me busca, pero yo no perdono, ¿oíste?

 -Uhm, uhm, ¿cómo decía esa canción? Bailamos toda la noche... Ta, ta, ta, ta...


 Es curioso escuchar a mamá tararear. No es tan vieja ahora, cincuenta y pico de años en el cuerpo pero sin edad en los recuerdos desordenados. Mientras escribo, atiendo su  insomne desquicio. Se mece en la reposera que le conseguí cuando los médicos dijeron que  su Alzheimer avanzaría vertiginosamente. Habla con sus muertos y ya no conmigo, pero sé que mientras se hamaca con la mirada en otros días y peina con obsesión su largo pelo gris, que ahora siempre tiene suelto, me vigila en mi desvelo.


     María Gabriela De Boeck
                                






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