QUERIDOS LECTORES: Aquí comparto "El embrujo", un cuento que desarrolla algunos temas que como mujer me cautivan e intento desentrañar... Y siempre el amor... Buen viaje
EL
EMBRUJO
Dicen que el cañaveral embruja
si se lo mira mucho; que una vez que ha entrado en el cuerpo es imposible
escapar de él porque amarra con sus largos brazos de hojas verdes y no suelta,
hasta que los ojos del alma no perciben nada más que el sabor agridulce de la
caña. Debe ser así porque de chico me pasaba horas eternas mirándolo, sentado
en el patio de tierra apisonada, en una sillita de madera y cuero de vaca,
frente a una mesa donde a la siesta mi madre me ponía a hacer los deberes de la
escuela. Yo tomaba el lápiz y mi mano, aún dura, se resistía a trazar inútiles
palitos y bolitas sobre el cuaderno
sucio y maltratado por el descuido; entonces, en medio de la llanura del
aburrimiento que me devoraba, se cruzaba un zorro o un quirquincho que se
metían en las cañas y a mí me crecían alas para seguirlos por ese verde
laberinto, donde grandes y chicos pelaban sus sueños en la cosecha. Los bichos
y yo éramos uno, esquivando en la carrera brazos y machetazos, llamas que iban
comiéndose la malhoja, maldiciones a la poca suerte y risas de resignada
alegría de los peones del surco. Pero mamá no quería ese vuelo para mí y apenas
advertía que el blanco sucio de las hojas de mis tareas seguía inmaculado, me
bajaba de las imaginarias alturas como a un pichón ondeado, tirándome de las
patillas:
-¡La hoja, Darío, mirá la hoja!
¡Escribí! No seas bruto hijito. Estudiá. Quiero que salgás de aquí, quiero que
seas un hombre de libros. La escuela, la escuela... es ahí donde tenés que mirar.
Y mucho debo haberme escapado
para el cañaveral porque las palabras de mi madre, que a los seis años no
entendía, me fueron abriendo los surcos
de las ganas y un buen día le dije que
quería irme a la ciudad para estudiar y ser maestro. Ella debe tener la culpa
de que terminé siendo escritor: a fuerza de enlazarme con sus retos, dejé de
planear por el cañaveral y me arraigué como un hombre culto de ciudad, que
viste trajes, presume de escribir y desovilla vidas ajenas en charlas de café.
Pero de vez en cuando la sangre dulce me llama, como en esta noche, cuando al ritmo apurado de los vasos
se atropellan los recuerdos y necesito contármelos.
La llamaban "La
Porteña", aunque ella era tucumana desde el largo pelo lacio y oscuro
hasta el castaño de los ojos orientales. Más que porteña, que lo era sólo por
el acento ganado en un desarraigo de veinte años, me la imagino como a
Cleopatra: no tanto hermosa como terrible. Una mañana de junio volvió al pueblo
a recoger algo de lo que había sido; malos amores le habían trizado el velo
de provinciana ingenuidad con el que se
cubría y regresaba ahora a la tierra generosa de su niñez. Se volvió una
leyenda por muchos años que ese día
viernes, en el inicio de la zafra, nadie
podía explicar el desquicio del termómetro: con cinco grados a la mañana, la
temperatura había ido trepando hasta traer el cálido olor de la primavera en
menos de doce horas; el perfume de azares y lapachos se había arrebatado y por
primera vez se mezclaba con las cañas aún verdes. Pero el desconcierto de la
gente se diluía con el entusiasmo por la
fiesta de esa noche: el dios-cañaveral se llevaba voluntariamente sus
vidas; en definitiva, le pertenecían: a
él le debían el pan, el abrigo, el trabajo. Todo. Había que celebrar. Y mejor
si en pleno frío, hacía calor. Quizás hasta era un regalo del providencial
cielo.
Y así como el aire se había
calentado hasta enternecerse, la tierra, seca de natural, de pronto se volvió
húmeda y tibia, como si se hubiese
preñado. Bajo la luz de una luna que parecía encantada de tan blanca y
poderosa, en las moreras y las cañas bambú, que ya no tenían hojas, comenzaron
a reventar unos brotes brillosos de verde nuevo. Los caballos en los corrales
se enloquecieron con el viento que se enredaba entre las ramas asombradas de
los árboles, recién estallados en inesperada savia, y galopaban en un atropello
de círculos, apresurados por arrimarse. En todas partes, se mezclaban los
compases de la música acompañando los preparativos del baile y los ladridos
anhelantes de los perros en celo. La naturaleza, a veces, también hace sus
actos de magia. Pero en un día como ése, en que la promesa de una noche feliz
se adueñaba de todos los diálogos, más que deslumbrarse con ella, había que
gozarla.
Mamá era casi analfabeta, pero
con su sexto grado y con la viveza de los chicos de campo más que se defendía.
Cuando ella tenía diez años, mi abuelo
llevó a toda la familia a otras cosechas y después de las manzanas y las
uvas, terminó en un suburbio. No es que prefiriera eso, pero decía que estar
bien lejos era la única manera, si no de curar, por lo menos de escapar del
daño de esa tierra. Nadie como él amaba el cañaveral pero siempre repetía que
era como el amor de las malas mujeres, que mienten el cielo por un rato pero
después hacen llorar. Debe haberse decidido a abandonarlo cuando casi se le
muere un hijo, apenas de meses, dormido en su cajoncito de frutas, mientras
toda la familia volteaba surcos. Sin avisarles, un comedido prendió fuego a las
cañas y las llamas avanzaron como un demonio enfurecido de mil brazos; un perro
fiel alertó de la incipiente desgracia y llegaron a tiempo para rescatar al
bebé.
Yo nací ahí; de mi madre sé lo que vi y dudo de lo que
escuché; de mi padre, lo que imagino. Tenía prohibido hablar de él pero algo
averigüé y ahora sé que estuvo conmigo por un tiempo. En mis recuerdos de
infancia se pintan con nitidez algunas escenas, como cuando desandaba a
caballo, bien arropado, los cuatro kilómetros de tierra suelta hasta la escuela
y me costaba dominar la bestia que se asustaba por los fuegos encendidos por
los golondrinas al costado de los surcos, procurando calentarse la ilusión en
las oscuras mañanas de invierno. Creo que fue mi padre el señor que me regaló
el petiso, a la vez que me advertía:
-Aprenda a valerse por usted solito y se hará hombre,
m'hijo.
Debe ser el mismo que me viene a
la memoria cuando veo, por única vez, a mi madre llorando. Jamás olvidé aquella
imagen porque ella parece haberse secado después de ese día: nunca más lloró.
No entendí bien en aquel entonces lo que pasó pero recuerdo que iba y venía por
el rancho, enloquecida, juntando y embolsando
cosas, mientras se desgarraba gritándole a ese hombre. Él guardaba
silencio y permanecía parado en la puerta, apoyado en el marco, como esperando
inútilmente que ella vomitara todos los diablos. Yo guardé en mi inocencia
algunas de esas palabras que luego, vacías de sentido, las repetía mientras
jugaba a las bolillas con mis amigos; tenían algo de verso pegadizo y a mí me
sonaban simpáticas al oído, a la vez que me hacían sentir dueño de un poder
sobrenatural para intimidarlos:
- ¡El mal que se hace, el mal que
se paga!; ¡el mal que se hace, el mal que se paga!; ¡el mal que se hace, el mal
que se paga...!
El baile fue el comentario
obligado de toda reunión de vecinos de allí en adelante, hasta que los años y
la vida fueron desgastando las emociones de esa noche. Luego sucederían cosas
peores pero en un pueblo en que el orden y la rutina eran los engranajes que
movían la noria de sus días, fue un
escándalo que la Porteña llegara vestida como una mujer de la calle y pareciera
una diosa; que todas las miradas de los hombres sin excepción la hurgaran respetuosamente
tras la ropa, que ella clavara sus ojos en el Patrón, don Álvaro Girou, y que él se jurara entonces que sería suya,
como la mayoría de las tierras del pueblo, como sus cañaverales interminables,
como los brazos y las ansias que se le entregaban voluntariamente para
amontonar su cosecha, por sólo dos pesos.
El Patrón y la Porteña bailaron
hasta el amanecer con una música parecida al pecado de tan sabrosa; ella había
traído de la Capital los nuevos sones y también allí había aprendido a
contonearse como una mulata poseída por el demonio de la lujuria. El hombre no
estaba acostumbrado a esos ritmos ni a otros pero no le fue difícil seguir el
vaivén endiablado de sus caderas; pronto pareció que hubiesen desarrollado su
destreza para el baile por años, en todas las pistas, a prueba de cualquier
acorde y son: sin sacarse los ojos uno del otro – ya brillosos y encendidos
como los de los súcubo- se anticipaban
al movimiento del otro y lo replicaban como una sombra gemela. De seguro el
amor sería igual de perfecto: si se lleva bien el ritmo de los pies con
alguien, todo el cuerpo se acompasa con
naturalidad. No les hizo falta probarse esa noche en el territorio de la piel;
ya lo habían hecho en el del alma.
La mujer de don Álvaro jugó
perfectamente el papel de esposa comprensiva y segura. Mientras sostenía a uno
de sus hijos menores, dormido en sus brazos, se dejaba desviar la mirada con el
piadoso y descolocado diálogo que una vecina le inventaba, para rescatarla de
la pública humillación. La señora de Girou parecía un ángel a la vista de
todos, pero sólo tenía de él la capacidad del vuelo, como las águilas o las
aves de rapiña. La imagino: mientras su boca hablaba con la entrometida
comedida que buscaba distraerla, había maquinado ya la forma en que recuperaría
a su hombre, al que veía ya ajeno.
Y no se equivocó: en las primeras
horas del día, don Álvaro Girou ya estaba recorriendo como un zombi el camino a
la casa de la Porteña. Lo hizo por mucho tiempo, sin ninguna ley y sin
remordimiento alguno. En el hogar no hubo reproches; no podía haberlos: las
reglas del matrimonio estuvieron claras desde siempre. A las otras, simplemente
las ignoró. Por su parte, a la señora de Girou sólo le restó vestir de mil
maneras el traje de la paciencia y esperar a que su marido se hastiara de
desfogarse. O a que el embrujo
prendiera.
Cuando nos vinimos a la ciudad,
mamá comenzó a trabajar de doméstica. Gracias a eso yo pude estudiar en los
mejores colegios porque la viejita que cuidaba me adoptó como nieto y procuró
que yo recibiera el favor de sus selectas amistades. No sé exactamente la razón
por la que yo le caía bien pero recuerdo una vez que la escuché interpelar a mi
madre:
-Contáme, ¿a quién salió rubio el changuito?
Pero para esa época mamá había
aprendido ya a desconfiar de todo interés; amargada y resentida, no sólo su
silencio sobre su pasado era sepulcral,
sino que toda ella se iba preparando en vida para la muerte. Quizá sólo le
interesaba que yo me graduara y por fin se sentiría libre para partir a
enfrentarse con sus recuerdos:
-Con su perdón señora, pero eso es algo que no le incumbe.
Por suerte no perdió el trabajo
por la impertinencia, seguimos allí por varios años después de eso y cuando por
fin me licencié tuvo que esforzarse por no llorar, aunque tuvo otro brillo en
sus ojos oscuros ese día. Una foto de aquella ocasión me hace pensar que debe
haber sentido la ceremonia como una fiesta: curiosamente, después de años se
dejó suelto el encanecido y largo pelo.
La que no pudo fotografiarse con
nosotros fue mi protectora; quizá el desprecio con que mi madre mal
disimuladamente la trataba fue más potente que el cariño que la anciana sentía
hacia mí, y lentamente la fue socavando. Mis reproches por su actitud, mientras
la señora aún vivía, se repetían:
-No entiendo su crueldad, mamá.
Ella se limitaba a responderme
secamente:
-No me gustan las copetudas.
Y seguía encerando los pisos como
si nada.
"Se mezcla
con mucho cuidado en la comida del ser amado unas gotas de fluido de mujer,
procurando que se integre al resto de los ingredientes para que de ninguna
manera se note por la vista y el sabor, y se lo sirve como cualquier otra
comida. Mientras, se le ordena a su espíritu, mentalmente, el regreso. Suele
ser más potente acompañar el ritual encendiendo cada noche, durante nueve días,
velas de amarre consagradas, en las que previamente se inscribirá a lo largo el
nombre del ser amado y el de la despechada, entrecruzando sus letras. Para
garantizar el retorno, se anudarán las prendas íntimas de ambos, colocándolas
debajo del colchón del lecho matrimonial..."
La sombra en que se iba
convirtiendo la señora de Girou no debe haber dejado curandera sin visitar; su
amor desesperado la despojó de toda dignidad y no le importó que todo el pueblo
la viera esperando turno en los patios de los manosantas y curanderos,
atestados de gente que buscaba ser aliviada de males más terrenales que el
suyo,
Y alguno de esos debe haber dado
con el espíritu desbocado del marido, que ya
había sido subyugado totalmente por las malas artes de la Porteña y que
le pertenecía, en alma y cuerpo, pues hacían vida en común. Que la traicionara
era una cosa siempre y cuando volviera al hogar pero no podía cerrar los ojos
al abandono definitivo. Y lo peor: los chismes malintencionados decían algo que
prefería no escuchar: hasta tenían un hijo juntos, al que don Álvaro iba a dar
su apellido.
Conozco bastante a las mujeres y
sé que son tercas cuando se les roba su hombre. Seguramente sentía que debía
enlazarlo otra vez y hasta debe haberse
prometido a sí misma que no
descansaría mientras él no volviera manso y arrepentido, jurando reparar el
agravio. Si el marido era víctima de una mala mujer y hasta había perdido el poder para decidir, ella lo
salvaría. Y si su amor no era suyo, lo prefería muerto.
-"Escribir el nombre de la persona a la que se quiere dañar en una
fotografía suya, colocarlo en la boca de un sapo vivo y cosérsela con ella
adentro. Luego llevarlo al camposanto y sepultarlo panza arriba en la hora más
oscura de la noche del viernes... ". Yo debí hacérselo a ella antes,
para verla reventar de bronca, como el sapo.
-No me dejés, Álvaro, mi hijo
también es tuyo, también es un Girou.
-Estudiá Darío, quiero que seas
un hombre de libros...
-El mal que se hace, el mal que
se paga…
-Che, Darío, hijito, contáme de
nuevo qué te dijo ese señor que llamó y preguntaba por mí. Debe estar en la
ruina, seguro. Y ahora me busca, pero yo no perdono, ¿oíste?
-Uhm, uhm, ¿cómo decía esa
canción? Bailamos toda la noche... Ta, ta, ta, ta...
Es curioso escuchar a mamá
tararear. No es tan vieja ahora, cincuenta y pico de años en el cuerpo pero sin
edad en los recuerdos desordenados. Mientras escribo, atiendo su insomne desquicio. Se mece en la reposera que
le conseguí cuando los médicos dijeron que
su Alzheimer avanzaría vertiginosamente. Habla con sus muertos y ya no
conmigo, pero sé que mientras se hamaca con la mirada en otros días y peina con
obsesión su largo pelo gris, que ahora siempre tiene suelto, me vigila en mi
desvelo.
María
Gabriela De Boeck
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